Obsesiones, mecánica de sueños


En tu respiración sigo la angustia del crimen
y caes en la red que tiende el sueño
Guardas el nombre de tu cómplice en los ojos
pero encuentro tus párpados más duros que el silencio

Xavier Villaurrutia
 

Para soñar no bastan los recuerdos. El inconsciente debe alimentarse escrupulosamente, antes y durante el sueño, con estímulos y deseos reprimidos; pero las pesadillas me han abandonado desde tu muerte y un dormir sin sueños, una tabla de ébano sin recuerdos, una laguna de aceite quemado, transcurre sin novedad de la noche al día. Despierto para dialogar contigo en la tumba cerebral de mis memorias, buscando la otra orilla, la del olvido o la expiación. Por eso, de los dos hombres que soy, hablará el consciente, el de la vigilia.

¿Qué me queda de ti, Gabriela? Dos imágenes fragmentarias y un recorte de periódico. Una de ellas es una instantánea rota, en que se ve parte de tu rostro fuera de foco; el fondo es azul, acaso una vista marina.

La otra, es la fotografía de tu cadáver que apareció en el diario; el pie de foto solicitaba la colaboración de los lectores para determinar tu identidad. Casi no eres tú, apenas una manzana podrida en la plancha de la morgue.

El recorte lo hice con las manos, luego de leer la nota; es un pedazo de papel insignificante, una historia más, entre las muchas del diario. Me sentía desconcertado y tal vez culpable de lo ocurrido; sin embargo no identifiqué tus despojos, como nadie lo hizo: el temor de verme envuelto en este asunto de nota roja me impidió apartarte de la fosa común. Ahora tengo a la vista tu último retrato y me siento obligado a arriesgar una explicación que, más que resolver tu crimen, intenta justificarme conmigo mismo.

En la ventana se recorta oblicuamente la sombra del edificio vecino -símbolo fálico- donde hace tiempo vivieras; en esencia, la idea de mudarme a esta casa estuvo determinada por nostalgia compulsiva. Eras una adolescente casi niña y mi condiscípula; habías llegado intempestivamente al salón de clases, a varios días de empezado el curso. No me pareciste diferente a las demás compañeras, o no se habían hecho conscientes en mí algunos deseos primordiales. Sin embargo, el trato continuo hizo que me fuera interesando por la jovencita delgada y tal vez ingenua de entonces. Nos hicimos una suerte de amigos íntimos que perdían el tiempo en una banca del parque, a escondidas de tus padres.

No toda nuestra relación se había de llevar en el terreno contemplativo de los primeros días; una educación represiva altera algunos aspectos de nuestra conciencia, pero no suprime necesidades vitales. En ocasión de un baile escolar terminamos abrazados en un extremo de la pista. Más por un acto imitativo que por auténtico deseo, te llevé a un lugar apartado, una especie de bodega, en que algunas cajas de embalaje, distribuidas al azar, simulaban muebles, pasillos o puertas.

Sentada en algo que parecía una cama formada con cajones de madera y cobertores, fingiste saber lo que hacías al cerrar los ojos y atraerme hacia tu cuello. Nos besamos largo rato, hasta que oímos una pareja detrás de nosotros, agitándose sobre el piso; como nos ocultamos tras algunas cajas; sólo nos eran visibles los dos pares de piernas entrelazadas y parte de la ropa desperdigada. Por fin, sus músculos se contrajeron entre gemidos.

Al quedar a solas volvimos a besarnos; con gran cuidado hice que te recostaras en el suelo. Recorrí tu cuerpo con las manos, sin encontrar resistencia: los senos apenas se insinuaban en el brasier casi vacío. El dolor de la penetración te hizo gritar; estabas asustada por tu sangre, mientras yo no acertaba a hacer nada, ni siquiera sabía qué pasaba. Escuché asustado tu llanto de ardilla; cuando al fin te repusiste, partimos hacia tu casa.

Aparentemente nadie lo supo. Quedó entre nosotros como un recuerdo frustrante que nos unía aún más.

Esa noche soñé que orinaba sangre, un grueso chorro de sangre que me producía intenso dolor; desperté algo alterado y al volver a dormir vi que, muerta, me mirabas angustiada desde un ataúd: comencé a llorar, hasta ver mis manos rojas, cubiertas de sangre.

Cuando te lo conté me referiste tu sueño: habías sido cornada por un toro y yo curaba tu herida. Desde ese momento no sólo compartimos nuestras horas de vigilia, sino también las de descanso.

 

 

A falta de fuente documental mejor, le pregunté a mi abuela qué significan los sueños. Entonces aprendí que cuando se sueña agua sucia habrá enfermedad, pero si es agua limpia sobrevendrá llanto; que una boda significa muerte, y si es uno mismo quien se casa, el muerto será de la familia. Y que soñar un ferrocarril presagia nuestra propia muerte.

Muy a pesar mío, no podía conciliar la deprimente impresión que me causó el episodio con la mitología sexual, gozosa y prepotente, que se desprendía de las charlas y bromas escolares.

Por mi parte, traté de aprovechar una plática con mis compañeros para averiguar el porqué de aquella sangre, atribuyendo el hecho a un primo totalmente inverosímil, con el resultado de que todos se rieran. "Así es la primera vez -dijo uno de ellos por toda explicación-; las mujeres sangran cuando las desquintan". No hice ningún comentario y dejé que la plática siguiera su curso. Me despedí de ellos sin levantar la vista, con apenas un gesto.

 

 

De niño, veía mi existencia dividida por el sueño y me empeñaba en descubrir qué sucede en el instante en que queda uno dormido; lo entendía como un cambio súbito que me tomaba por sorpresa y me hacía cruzar de uno a otro extremo de la noche.

Supuse, incluso, que en ese momento se encontraba la clave de los sueños. Había imaginado una suerte de simetría, según la cual un mundo de soñantes reflejaba, en forma distorsionada, lo que ocurre en el mundo de las personas despiertas. Si bien yo imaginaba dos lugares, dos espacios físicos, esa explicación infantil no era menos tonta que creer que se trata de mensajes divinos o premoniciones.

Cuando volvimos a encontrarnos te tomé de la mano y caminamos buscando la protección de un callejón. Llorabas cabizbaja y yo te besaba el cabello. "A pesar de todo, te quiero", dijiste, tratando de que me sintiera culpable. Besándonos torpemente, como la primera vez, nos abrazamos, no por deseo, sino por un sentimiento de soledad irreparable.

Sorteando la plaza crepuscular llegamos a tu departamento; nadie, fuera de una criada indiferente, se encontraba allí. En la habitación, rodamos por la cama y volví a acariciar tus senos puntiagudos, que me sugirieron pequeños cerros: permaneciste inmóvil mientras te bajaba las pantaletas. Pasé la mano entre tus labios mayores, pero protestaste en voz baja. "No, por ahí no, porque duele".

Te puse bocabajo y coloqué mi miembro entre tus nalgas, sin penetrar tu recto; tus movimientos frenéticos me hicieron entender que estabas masturbándote. Después te sentaste en mi vientre, balancéandote largo rato, hasta que acabé por eyacular. "Cochino", dijiste con tono de falso reproche, felicitándome a la vez por mi primera eyaculación. Habían pasado apenas unos minutos, pero ya no nos distinguíamos de las demás sombras del cuarto. Salí del departamento con una gran sonrisa y a la vez con la sensación de ser observado. Al llegar a mi casa caí en la cuenta de que tenía manchada la bragueta con un tenue rastro de semen.

 

 

Durante ese año fuiste mi amante, e invariablemente hicimos el amor sin que te penetrara. Esperábamos que tus padres se ausentaran, subíamos a tu cuarto a oscuras e iniciábamos nuestro ritual. Tallaba mi pene en tu trasero hasta eyacular. En tanto, te frotabas la vulva casi lampiña con el dedo o con el dorso de la mano.

Esa prohibición de penetrarte alimentaba mi deseo y me llenaba de sueños en que escalaba una montaña, pero, al llegar a la cima, advertía que el cráter aún quedaba sobre mi cabeza.

Una vez estuvo a punto de sorprendernos tu madre. Recuerda: habíamos terminado de hacer el amor y salí desaprensivamente al pasillo. Ella, a quien apenas conocía, miraba por la ventana que daba a la calle. Cuando la vi me asusté y quise regresar al cuarto, pero volteó hacia mí e igualmente se asustó. Me despedí con premura, bajé las escaleras y volví a la calle. Si ella hubiera entrado en la recámara oscura te hubiera encontrado limpiándote el semen de tu ano; no reparó en este hecho, no pudo darse cuenta de esta anormalidad. Yo te lo comenté brevemente, pero nunca creíste que hubiera peligro.

Creo que quien sospechaba era la sirvienta. Sonreía cada vez que llegábamos a la casa y espiaba el momento en que me iba. Una vez, en tu ausencia, me pidió que la besara: estaba recostada en un sillón, con la cabeza reclinada en el respaldo. Ella no era ninguna niña: tenía unos senos rotundos, algo oprimidos dentro del vestido. Dirigía hacia mí sus piernas macizas, morenas, hermosamente torneadas; su rostro, en cambio, era algo gordinflón y de pómulos prominentes. La besé por curiosidad y por estar cerca de sus senos. Los apreté a dos manos y descubrí con sorpresa que no eran duros, sino que cedían mansamente a mis apretones. Bajaste la escalera a grandes zancadas y eso la hizo soltarme de su doble abrazo.

Volvimos a besarnos un par de ocasiones, pero jamás pasamos de ahí; los cambios de servidumbre la hicieron salir rápidamente de escena. Esa fue mi única pequeña infidelidad; como ves, algo sin importancia.

 

 

Concluimos el curso y nos separamos por primera vez. Reunidos en nuestro parque, reflexionamos en silencio. Te propuse dejar de vernos; contrariamente a lo que esperaba, aceptaste de buena gana, lo que sin duda me afectó. Dijiste que tenías miedo, que no estaba bien lo que hacíamos, que las pesadillas te acosaban, junto con un persistente dolor de cabeza.

Íbamos en el camión. Un hombre enjuto y sin cabeza subió a pedir limosna. No llevaba camisa ni zapatos: sólo un pantalón de mezclilla. Yo pensaba: "Bueno, y para qué quiere este hombre el dinero si no puede comer ni ver nada". Para mí era como un manco o como cualquier otro limosnero. Entonces yo te daba una moneda y te decía: "dásela por favor, porque a mí me da mucho miedo".

Te abracé a manera de despedida, sin besarte. Para poner orden en mis pensamientos, caminé por un solar inmenso, al pie de una carretera que ya no existe; vivíamos a orillas de la ciudad, en un suburbio que actualmente rodean varios bulevares.

Un camino atravesaba el baldío; a su vera, se encontraba un caballo muerto, con el vientre hinchado y las patas anormalmente estiradas: en su cabeza, de bruces abiertas, comía despreocupadamente un zopilote, mientras otros dos hurgaban en las mataduras del animal. Regresé a casa cuando anochecía y, no sin problemas, concilié el sueño.

En mi recámara, completamente fuera de mí, hablaba con la vista fija en el suelo; confesaba catárticamente lo que había pasado entre nosotros, como si tratara de expiar alguna culpa. En la cama, recargado contra la cabecera, se encontraba mi padre, escuchándome inmóvil, como muerto, con el cuello cubierto de arañas.

Cuando volteé a verlo, me sentí más solo que nunca. Bajé nuevamente la cabeza; algunos gusanos parecían huir de mi vista, mientras otros se trenzaban apareándose. Salí de la habitación y me encontré en una calle atestada, sintiendo una asfixia que me llevó a tropezar con un par de personas.

Entré a un expendio de carne y pedí un bistec; la carnicería estaba muy mal iluminada, casi a oscuras, de manera que no vi quién puso en mis manos el trozo de carne; sólo aprecié en las sombras que el tablajero cortaba la trompa de un cochino con una pequeña hacha. Tú descansabas en una banca, distraída, mientras tocabas uno de tus pies descalzos.

Regresé a la calle tratando de huir y casi chocando con un puesto de periódicos; en la portada de un semanario de nota roja aparecía un hombre ahorcado. Me acerqué a verlo: desde la fotografía, éste me miraba con burla. Entonces advertí en mi cuello un yugo de madera carcomida. Un instante después la gente se abría a mi paso, mientras yo trataba de quitarme el yugo que me asfixiaba. "Quítenmelo, por favor", decía, al tiempo que despertaba, ahogándome con mi saliva y buscando desesperadamente el apagador de la lámpara.

Varios días después pasé por el solar. Los zopilotes habían cumplido su labor con precisión: el cuerpo del caballo era una enorme caja de resonancia para un enjambre de moscas.

 

 

Con el fin de clases (aunque no a causa de éste) mi familia cambió de barrio; al modificarse costumbres y amistades, tu recuerdo se fue diluyendo. En los años siguientes supe de ti por referencias, por compañeros de clase encontrados ocasionalmente, y con quienes mantenía alguna amistad.

A medida que fui relacionándome con mujeres, descubrí que padecía una cuasi-impotencia: salvo cuando estaba muy excitado o bajo la influencia del alcohol, me costaba un enorme trabajo tener relaciones sexuales. Siempre que oía hablar de ti pensaba lo que estarías pasando. Imaginaba que acaso tuvieras problemas semejantes a los míos. Me sentía culpable, aún sin saber de qué.

Esta forma caprichosa de impotencia se manifestaba de varias maneras: la más benigna, cuando eyaculaba sin ningún placer. Simplemente no sentía nada, soltaba mi esperma como si orinara. A veces, en cambio, no lograba eyacular: cuando parecía más excitado, mi pene se contraía con una pequeña punzada; en esas ocasiones, por lo menos, podía fingir que el acto se había consumado.

Un par de ocasiones no obtuve erección. En una pude disculparme, porque trataba de hacer el amor en un auto compacto. Teníamos un mes de salir juntos. Como ya sosteníamos relaciones, la excusa más o menos funcionó. Se portó comprensiva, aunque sin dejar de externar su molestia.

La otra fue muy frustrante. Recuerdo que al apagar la luz, el peso de la responsabilidad, la sobreexcitación tal vez, me aplastó en forma definitiva. La acaricié y estimulé con el dedo un buen rato sin que pasara nada. Fue terrible, porque se marchó escandalosamente, dando rienda suelta a su enojo.

Este tipo de experiencias me hacían soñar contigo. Los sueños se referían nítidamente a la suma de dudas y temores que me hostilizaban.

Recorría la escuela donde te conocí. Estabas en uno de los salones, completamente sola; me senté junto a ti y comencé a acariciarte. A lo lejos veía derrumbarse sin estrépito el edificio donde vivías.

Te invitaba a salir del salón y recorríamos juntos la escuela, también vacía. Me preguntaste apenada por el baño; sonreí y caminamos por una amplia escalera, mientras describía con palabras emocionadas el inmueble, los patios y los jardines. Al llegar al segundo nivel un hombre nos impedía el paso. "Lo siento -nos dijo- pero el consejo está sesionando". Volteaba a mi izquierda y veía una veintena de hombres sentados en butacas, todos en perfecto orden, escuchando a otro, que los arengaba agitando una bandera rojinegra. "Es que ella quiere entrar al baño", dije en tono confidencial. "Lo siento -repitió- el consejo está sesionando, pero en aquel rincón puede orinar.

Nos dirigimos a ese lugar; levanté una cortina negra, con la cual nos tapamos. Te acuclillaste mientras descubrías tu vientre impúber. De la vulva salía un débil chorro de orina que se proyectaba hacia mi entrepierna; yo también me había acuclillado y te tomaba por los muslos. Tu rostro tenía una expresión demente, que oscilaba entre el terror y el placer sádico. Entonces advertí, en la confluencia de tus muslos, un falo diminuto y desprovisto de vello, como el pene de un bebé.

En ese momento desperté llamándote a gritos; tenía la barbilla apretada contra el pecho y mis manos estrujaban mis muslos.

 

 

Un día regresé a la calle de mi adolescencia. Miraba los edificios sin darme cuenta por dónde caminaba; era mediodía y no deseaba volver a casa, así que el encuentro fue obligado. Me saludaste efusivamente, casi gritando mi nombre. Tu actitud desenvuelta me sorprendió; parecía como si nunca hubiese pasado nada entre nosotros, y ahora comprendo que tenías razón.

Preguntaste acerca de mis estudios, de mis nuevas aficiones; respondí evasivamente, porque quería que me hablaras de ti, de todo lo que habías hecho en mi ausencia. ¿Tenías pesadillas, problemas sexuales, frigidez acaso?

Afligida, sólo comentaste que te había ido mal. Me llamó la atención tu vestimenta, un tanto extravagante, y cierto exceso de maquillaje. Habías andado a la deriva, buscando empleo, hasta colocarte en el mostrador de un almacén; ahí conociste al que fue tu pareja un tiempo y que, a decir tuyo, era un mantenido. Yo entendí que la cosa iba por otro lado y te ofrecí dinero. Aceptaste de inmediato, con la promesa de darme tu nueva dirección.

Volví a verte dos o tres días después, con la misma ropa pero sin un gramo de maquillaje. Te invité a mi departamento. Ese tipo de visitas no eran frecuentes, dada mi peculiar afección.

Nos sentamos en el suelo a beber una botella de algo que parecía ron. Bebimos tanto que ni sentados podíamos sostenernos. Empezamos a recordar varias cosas ridículas, incluido nuestro fugaz noviazgo.

Tratando de desvestirte hice nudo tus ropas. Por tu parte, me quitaste la camisa a jirones. El baile escolar. Abrazados en un extremo de la pista. Mientras reíamos, te tomé por la barbilla y miré detenidamente tus ojos; de cerca parecías muy joven, como cuando te conocí. Fingiste saber lo que hacías al atraerme hacia tu cuello. Estaba totalmente fuera de mi voluntad el deseo, la necesidad de tocarte. Pasé la mano por todo tu cuerpo, como si tratara de reconocerlo, y me entretuve jugando con tu vello púbico, que era casi una sombra. Nuevamente en el almacén de cajas de embalaje, otra vez adolescente. Un leve ardor en el glande, una comezón cercana al dolor, prolongó mi orgasmo.

Aquélla, la primera, fue quizá nuestra experiencia más agradable. Nos seguimos viendo, aunque cada vez con menos gusto. Un hecho dio al traste con nuestra relación: saber que practicabas algo así como una prostitución ocasional, acostándote con algunos amigos y pidiendo dinero prestado que jamás devolvías. Te sorprenderá, pero mi primera reacción fue reír a carcajadas.

Cuando lo supe, exigí que me aclararas la-clase-de-vida-que-llevabas, pero al negarte a hacerlo, pronuncié palabras definitivas, precisas. Sé que te ofendí y que no tenía ninguna razón de hacerlo. Lo reconozco: fue un acto de terrible cobardía de mi parte. Esa fue la última vez que estuvimos juntos y saliste del apartamento sin decir una palabra.

 

 

Casi te había olvidado y casi superaba mis problemas de impotencia cuando supe que trabajabas en un burdelillo que alguna vez visité de joven. Algo de coraje, de odio quizá, me incomodaba, me golpeteaba la sesera en forma persistente cada vez que te recordaba.

Una noche, al calor de las copas, me armé de valor y decidí buscarte. El burdel era una covacha inmunda, una vagina pestilente a sudor añejo y cigarro, con entresijos de yeso desconchado; abriéndome paso entre un par de tipos aburridos, llegué a una mesa en la que una prostituta bebía un falso brandy. Era notoria mi presencia, pues nadie hubiera ido solo a ese lugar.

Aunque iba a buscarte, no podía preguntar por ti hasta haber examinado la situación, así que me acerqué a la putilla de la mesa, imitando lo mejor posible a cualquiera de los parroquianos. Ella tenía un montoncito de fichas que jugaba sobre la mesa de lata.

Me sentí incómodo. Había puesto en mi vestimenta un cuidado que ahora me parecía excesivo. Los que me rodeaban no iban mejor vestidos que si hubieran ido a trabajar: la mayoría me parecían obreros y empleados de segunda.

-Invítame una copa -dijo.

-Pídela.

La puta de la mesa de lata era una mujer de cuarentaitantos años, olorosa a sudor, perfume a granel y alcohol, combinación que, curiosamente, no me parecía desagradable. No era difícil imaginar que su disponibilidad se debía a su nariz ganchuda, sus pómulos prominentes y una plasta de maquillaje que la convertía en una verdadera máscara. Uno de sus ojos bizqueaba hacia el rabillo, dándole a su mirada un aire demencial.

-... no creas que vivo de esto. En mis ratos me dedico a vender Avon y los fines de semana vengo acá, para completar el gasto. Pero también me gusta venir porque conoce uno gente muy padre. ¿No habías venido antes?

¿De qué rayos hablaba? Me podía atribuir el descubrimiento de la prostituta más desangelada del planeta. No solo era horrible, sino que hilaba estupideces con pasmosa habilidad.

-No. Y la verdad es que vine a buscar a alguien, no sé si tú me puedas ayudar...

-Claro, mi rey. Invítame otra copa y después nos arreglamos.

Durante esta charla insulsa, la putilla no había dejado de juguetear con las fichas sobre la mesa. Lo hacía en forma ostentosa, como si quisiera dar a entender que llevaba largo tiempo fichándome. Lo que acabó por irritarme fue que creyera que yo quería solicitar sus servicios sexuales y, peor aún, que estuviera dispuesto a pagarle por ello. Tuve que contenerme para no insultarla.

-Estás mal, nena. Busco a una amiga, una chava morena, alta. Se llama Gabriela. ¿No la conoces?

El efecto de mis palabras fue maravilloso. Tomó las fichas y las puso en su monedero. Con displicencia que trataba de ocultar su desilusión, señaló a una mujer más joven y menos desagradable, cuyas facciones me hicieron recordarte.

-Pregúntale a ella.

Entonces comprendí que el tiempo y la mala vida pueden desafiar al mejor fisonomista: eras tú, irreconocible bajo un desastroso aspecto, presagio de tu cadáver. "Claro que sé perder", exclamaba una rocola. Te hice una seña para reunirnos en la barra. Pedimos un par de cervezas y nos miramos en silencio. Luego preguntaste qué había hecho durante esos años. "Soñaba contigo", contesté, lo que era casi una confesión de amor.

Ensayé algún eufemismo para preguntarte por qué estabas ahí. Entonces me abrumaste con anécdotas que he oído en boca de otras prostitutas: imaginarios amoríos, oportunidades desaprovechadas, incumplidas promesas matrimoniales. "Hoy te vas tú, mañana me iré yo", hacías coro a la rocola.

Me eché a reír de tus invenciones y comenzamos a discutir: reclamabas en un tono tan airado que tuve que tomar tu muñeca y llevarte a la calle. El aire de la noche no te tranquilizó, vociferabas totalmente fuera de ti.

Escuché a mis espaldas una voz que me pedía dejarte. El hombre era más bajo que yo y parecía ebrio. Vestía con desagradable afectación, como ostentando su condición de vividor.

Juro que sólo me defendí. Reñimos en un callejón contiguo al burdel, al fondo del cual vi una sombra desconcertante. Recuerdo el ruido de su caída sobre la acera, su gesto estúpido al chocar con el piso lodoso; yo estaba ebrio también y no tenía conciencia de lo que hacía. Traté de alejarme del lugar, dejando al tipo tirado en medio de la calle, pero la sombra del fondo del callejón me cerró el paso. Era una patrulla. Desde el interior, un policía me apuntaba con un máuser.

-¡Este hombre -grité- trató de robarme!

Nos detuvieron a los tres. Tú seguías gritando y pataleando; incluso, me pareció que arañabas el rostro de un policía.

Ya en el auto, la noche era diferente. Miraba tranquilo correr las calles a los costados de la patrulla.

 

 

Llegamos al sórdido edificio de la demarcación de policía, donde algunos uniformados parecían celebrar una fecha especial, brindando con tequila. Había varias mesas de alquiler y botellas y vasos desechables sobre éstas. La mayoría de los convidados se habían retirado.

Expliqué a los policías quién era, dónde trabajaba y les di el dinero que me sobraba. "Y otro tanto si me ayudan". Los que nos detuvieron te llevaron junto con el tipo a los separos, mientras me señalaban el camino de la enfermería. "El señor no está en calidad de detenido", advirtieron. Un médico somnoliento y una enfermera bastante bien formada extendieron un papel en que se advertía el grado de ebriedad y lesiones sin importancia.

Como no había llegado el agente del ministerio público, un policía me señaló un separo para pasar la noche. Por un momento pensé que sí estaba detenido y los policías trataban de engañarme. Confundí mi miedo con el frío intenso de la madrugada. Con gran esfuerzo, luego que mi custodio corriera el pasador de la puerta, logré quedarme dormido.

Tú o la enfermera (una combinación de ambas) estaba sentada en un balcón situado por arriba de mi cabeza; para llegar a ti (o a ella) había que cruzar un foso mediante un puente de piedra. Subí los peldaños con cuidado y al llegar al final de la escalera noté que una víbora enroscada cerraba el paso. Estuve a punto de pisarla y detuve el pie en el aire. En ese momento la serpiente elevaba la cabeza y abría su boca de pesadilla.

Cuando se lanzaba para morderme, una niña cadavérica tomó al animal con cuidado, como si fuera un gato. "Mira -me decía- es mío y me gusta mucho. A ti también te tiene que gustar". Se acercó a mí, ofreciéndome el animal, mientras yo trataba de eludirla. Su rostro era repugnante; sus brazos, descarnados. Lleno de ira ahorcaba a la niña y casi la había decapitado cuando el miedo y la angustia me inmovilizaron: la víbora había trepado por mi cuerpo y me constreñía. Tomándola desesperadamente por las fauces la aplasté tan fuerte como pude. La última imagen que retengo es la de su cabeza destrozada y su lengua bífida, todavía amenazante.

Cuando desperté estaba rígido, paralizado. "Este es el delirium tremens", pensé. Toda la noche se escucharon gritos, gemidos, y había un movimiento excesivo en los pasillos.

De donde se encontraba el baño, según supe después, provenía un diálogo entrecortado.

-¿En qué trabajas güey?

-Soy padrote, mi jefe.

Un golpe seco.

-¿Qué trabajo es ése, hijo de la chingada? ¿No te da pena ver a tu vieja tuberculosa?

Otro golpe.

Y del fondo del pasillo surgía un bullicio más propio de una fiesta que de una cárcel. Varios hombres reían. Entre sus voces me pareció escuchar algún gemido, tal vez tuyo.

Al asomarme por el postigo, un policía me tapó la vista con su rostro.

-Mejor duérmase, amigo, no hay nada que ver.

Traté de dormir, a pesar del frío y del ruido. Pero los gritos de "fuga, alerta" me volvieron a despertar.

 

 

Eran las cinco de la mañana. Los detenidos hacían la fagina, es decir, barrían la celda y la limpiaban a cubetadas. Alguien reclamó porque yo no hacía nada. "El señor no está detenido", dijo el celador. Me sentí un personaje. Después los llevaron al baño para el aseo; se ducharon con agua fría y les dieron periódicos para secarse, de manera que después de eso quedaron tan sucios como antes.

Salí del cuarto hacia un breve pasillo, donde cruzaron un par de camilleros. "¿Qué pasa?", pregunté a un policía. "La puta que venía contigo", respondió con una sonrisa que no supe interpretar. "Parece que se ahorcó". El suelo se abrió a mis pies, la inspección comenzó a dar vueltas.

-¿Y el padrote al que detuvieron? -inquirí.

-Se trató de fugar y se mató. Ahí está.

Pasamos fugazmente frente a la camilla. Tu protector y mantenido tenía deshecha la cara y el cuerpo, lleno de moretones.

-¿Se trató de fugar desnudo? -pregunté. El policía me fulminó con la mirada.

-Ése no es asunto tuyo.

Por error, me presentaron primero como detenido. Aclaré mi calidad de acusador y di mi versión de los hechos, mientras reelaboraba lo ocurrido en la noche, que ya era la madrugada, e imaginaba a los que me rodeaban unas veces como policías, otras veces como asesinos. De esas divagaciones me sacó la voz del comandante.

-¿Reconoce usted a esta mujer?

En otra camilla estabas tú, muerta, cubierta por una manta, sucia, entre otras cosas, de tu propia sangre. Tu improvisada mortaja dejaba al descubierto tu cabeza y tus pies descalzos. La sorpresa casi me hizo vomitar. Un persistente dolor me recorrió de la cabeza al estómago.

Tenías parte de la lengua entre los dientes y sangre en el labio superior, algunos coágulos en las fosas nasales, un par de moretones en un pómulo y una inflamación generalizada en todo el rostro.

Era tan marcado esto, que parecía que la cabeza se te hubiera desprendido del cuerpo. El flash de una cámara me volvió a la realidad.

-No, nunca la había visto.

Me sentí mareado y atosigado por las voces de los policías y los ruidos lejanos. Miré inquisitivamente al hombre que me interrogaba. ¿Dónde lo había conocido? Su voz era lenta, sus ojos vidriosos. Mentalmente bajé la escalera y abrí la puerta con cuidado, hasta llegar a la avenida. El día que te mataron. Tu cadáver tendido. Un policía me ofreció un vaso de tequila.

-Salud -me dijo.

Mi mente volvió al momento de la riña. Estaba otra vez sintiendo la ira súbita, el frío de la madrugada. Reconstruía la escena y trataba de alterar la circunstancial decisión que me había llevado hasta allí.

-Salud -le contesté.

Salí de la inspección cuando amanecía, con una sensación de alivio que me llevó a caminar por calles anónimas. No reconocí la mañana ni la luz oblicua del sol. El menor ruido me hacía temblar y la menor simpleza me hacía reír. Sin saber cómo, me encontraba ya frente a los brazos maternales de mi casa.

 

 

Desde tu muerte, no he vuelto a soñar. Lleno de temor, espero que llegue la noche para que el dormir me sorprenda y me envíe, sin el menor descanso, a la mañana siguiente.

Ahora extraño mis sueños, que poco a poco olvido. Añoro su aparente incoherencia, su expresión de deseos inconfesables, el desahogo que le proporcionan al ser reprimido que todos albergamos. Los repaso mentalmente, aunque a diario pierdo detalles de los mismos.

El último, por el contrario, lo retengo con nitidez. Al salir de la demarcación pasé la tarde tratando de tranquilizarme. Tomé un par de copas y vi un rato la televisión, que no logró limpiarme por completo la mente. Aún nervioso, me dirigí a mi recámara. Oscurecía cuando el cansancio y tal vez el miedo me vencieron.

Trataba de entrar a una habitación con aspecto de enfermería. Caminé por un pasillo hasta un cuarto, en donde una mujer inyectaba a un niño desnudo, que lloraba desconsoladamente. Sentí el dolor de la penetración de la aguja en mi pierna.

-Yo soportaría que me arrancaran la mano -dije- pero jamás que me inyectaran.

Los que se encontraron ahí me miraron con extrañeza y entonces me di cuenta de que no los conocía. Era como si estuviera viviendo el sueño de otra persona. Nada de lo que ocurría ahí me importaba.

Un hombre asustado se negaba a continuar auscultando al niño. Lo tomé por el brazo y salimos hacia una esquina concurrida, en que un grupo de curiosos parecía rodear a un accidentado. Me pareció que se trataba de la misma gente del hospital.

Entendí que era el médico forense. Se abrió paso entre el tumulto; sin saber por qué comencé a reír, pero con una risa que no era normal, sino que pretendía ocultar mi miedo. En el suelo estaba tendida una mujer cubierta por una manta, una mujer de la cual sólo eran visibles la cabeza y las piernas. "Levanten esa túnica o manta o lo que sea", decía el doctor en su nerviosismo, mientras yo reía de miedo. Bajo la manta sólo se encontraba la cabeza limpiamente arrancada a una mujer increíblemente vieja.

 

 

Esa mañana, después de desayunar, leí sin sorpresa una brevísima nota con que el periódico daba cuenta de tu muerte. La releo entre líneas, reconstruyendo mentalmente los hechos y tratando de adivinar por qué tendrían que matarte:

"El pasado viernes, a las 23:30 horas, aproximadamente, fue encontrado el cadáver de una prostituta de aparentes cuarenta años de edad, la cual utilizó sus medias para ahorcarse. El cadáver colgaba de la celda donde fue recluida.

Elementos de la Dirección de Seguridad Pública indicaron que fue detenida por encontrarse escandalizando, en completo estado de ebriedad, en el tugurio llamado "Marabú", en la zona de tolerancia conocida como El Corralón, agrediendo a uno de los concurrentes e incluso lesionando a quienes trataron de detenerla. Indicaron además que la policía auxiliar de la zona de tolerancia la puso a disposición del juez calificador, quien la sancionó con un arresto de 24 horas en las celdas de la demarcación central de policía, donde la infeliz, por motivos desconocidos, decidió quitarse la vida ahorcándose con sus medias. Agregaron que la detenida dijo llamarse Gabriela López C., pero dicho nombre resultó falso, ya que los familiares de la auténtica Gabriela dijeron no reconocerla como tal. Hasta el momento su cadáver no ha sido reclamado".

El periódico, extrañamente, no se refería a tu acompañante, muerto esa misma noche. Me pareció un pudor excesivo e injustificado, o un error del reportero. Recorté la nota con las manos y la guardé en un cajón, donde conservo todo lo que me queda de ti. Pero es tan poco que ni siquiera alimenta mis pesadillas y me ahogo en noches carentes de sueños, lagunas de aceite quemado, extensas charcas de sangre coagulada.

Fuga, alerta


ESE GRITO SIGNIFICA QUE HA LLEGADO UN NUEVO HUÉSPED. En este caso, tú, el detenido, un infeliz padrote que regenteaba a una puta de mala muerte. Casi nadie, pues. El lugar en que te encuentras (la celda) se llama leonera; tú sabes, cuando algo apesta decimos que huele a león. Ahora estás en el vientre de la leonera.
-¡Ya parió la liona!
Primero los guardias te llevan al baño. Igual que antes te metieron a empujones, ahora te sacan con violencia. No te importa. No es la primera vez que estás aquí, crees que no será la última. Los madrazos son parte de tu vida.
Han llegado tus calentadores. Son tres hombres con aspecto inconfundible de policías, aunque vestidos de civiles. No los conoces, pero sabes que el más joven de ellos, un desgarbado flaco con bozo, en vez de bigote, no es verdaderamente agente de la policía judicial, judío, como les dicen, sino madrina, esa especie de ayudantes irregulares, a veces aspirantes a policías, a veces aprendices de rateros. Te miran con indiferencia, cruzan miradas de acuerdo y uno de ellos se adelanta. Parece el complemento del madrina: gordo rebosante, tiene su enorme nariz cubierta de granos. Sus ojillos enrojecidos apenas se distinguen entre sus párpados abolsados. Éste, que evidentemente es el jefe del grupo, hace una seña con la mano extendida, como si levantara algo muy liviano. Entiendes y comienzas a desvestirte. Por una ventana pegada al techo, adviertes una luz oblicua que cruza el baño por encima de tu cabeza. Es la luna y es medianoche; te quedan apenas unos minutos de vida. Pero tú no lo sabes.
Fingen interrogarte. Te preguntan cualquier cosa, sólo por tener algún pretexto para golpearte.
-¿En qué trabajas güey?
- Soy padrote, mi jefe.
Un golpe seco.
-¿Qué trabajo es ése, hijo de la chingada? ¿No te da pena ver a tu vieja tuberculosa?
Otro golpe.
Es aquí, en el baño, donde comienza tu fuga, sin que lo sepas. Cálmate. No demuestres que estás asustado. Escuchas la voz del agente, lenta, rasposa, distorsionada por la droga o por alguna enfermedad. Del fondo del corredor llega nuevamente ese grito.
-¡Ya parió la liona!
Los judíos continúan implacables su labor. Una calentadita, dicen. Sientes primero el calor instantáneo del puñetazo, el adormecimiento que se extiende por tus músculos, y luego el dolor. Más golpes y más golpes. Ya párenle ¿no? Para calentadita, ya estuvo bueno. ¿Por qué siguen golpeándote? Por fin te cae el veinte, por fin te das cuenta de lo que pasa. Aunque apenas puedes sostenerte por la golpiza, te quedan fuerzas para evaluar tu situación. Después de muchas sumas y restas mentales, llegas a un resultado: "ya me cargó la chingada".
Ahí mismo, en el baño, los agentes te meten al pocito, un tinaco de agua helada en el que simulan ahogarte. Tus músculos golpeados se acalambran y el dolor de tus pulmones te hace pedazos, pero en esta ocasión nada va a salvarte, porque estos hombres no buscan hacerte confesar, sino castigarte. Finalmente, un tanto aburridos, te sacan del pocito. Ahora es tu propio cuerpo el que hará el trabajo: te regresan a la celda y te dejan recargado en un rincón para que madures, para que tus músculos se entumezcan, para que disminuya la adrenalina de tu sangre y te duela hasta el alma, hasta el culo. Reconócelo: saben su oficio.
Un largo silencio, que sólo interrumpe tu tos. Después, un grito.
-¡Uno... Alerta!
Las doce. Ha comenzado la vigía en la torre más lejana, la que se encuentra cerca de la salida. Ahora tiemblas de frío. De una torre a otra, los veladores se gritan para comprobar que cada uno está en su sitio. La cárcel casi subterránea. La noche helada.
-¡Dos... Alerta!
Tal vez fue convento o cuartel o tal vez siempre fue cárcel. Como sea, una negligente remodelación la ha convertido en un laberinto que de noche proyecta una sombra irregular sobre las baldosas grises del patio.
-¡Tres... Alerta!
La celda (el separo, como le dicen) tiene dibujos. Viejísimos. Se podría pensar en una cárcel para niños, por las letras torpes y los dibujos infantiles en las paredes. Pero la verdad oficial es que esta leonera no existe, sólo se emplea en casos como el tuyo.
-¡Cuatro... Alerta!
Pasas la vista por las paredes, pero sin verlas. Piensas y repasas la causa de tu encierro y de tu muerte inminente. ¿Por eso? Claro que no, por eso no matan a nadie. Acuérdate. Llegaste a los separos y cuando quisieron meterte a empujones, golpeaste a un policía. A un agente. Te pasaste de lanza, pendejo.
Sí, te van a poner en la madre. Hoy mismo. Lo difícil es creer que hace un instante estabas vivo, podías ir y venir y tal vez hacías planes para mañana. Pero te agarraron. Golpear a un policía. A un judicial.
La puerta está abierta, ya lo sabes. Si fueras listo te quedarías aquí, a morir de pulmonía. Pero te da lo mismo morir de una cosa o de otra y sales a cumplir con el ritual.
Sudas. Empiezas a balbucir el frío, a ver cómo se desbarata el pasillo, la puerta, las paredes. ¿Dónde estás? Caminas alucinado y desnudo por el laberinto de pasillos y calabozos. Te cubres con tus brazos y tratas (sin conseguirlo) de encontrar una salida. Unos policías se acercan y al llegar a ti se desvanecen. Oyes voces de gente muerta y pasos en los techos y las paredes. Tienes las manos crispadas, te entierras las uñas en las palmas de las manos, te arrancas parte de la piel y no sientes nada. Sólo el calor... ¡Sí, la fiebre! Respiras lumbre, la cara se te incendia y enormes manos calientes te oprimen el pecho. Voces y ruido de pasos se acercan, vienen del torreón, que ahora está a tus espaldas.
-¡Fuga, alerta!
Ya llegan, son tres; tal vez los de hace rato. Hace rato...
En el barandal más alto, enfermo, desnudo, dolorido, gritas implorando por tu vida. Los hombres te toman de las axilas y te avientan de cabeza contra el patio de la cárcel. En la caída escuchas una voz, que será la última.
-¡Fuga, alerta!
La cárcel proyectaba su sombra irregular sobre las piedras grisáceas.

Los traidores


NI LOS PLACERES DE LA SANGRE NI LOS CADÁVERES RESECOS que se amontonan en el clóset ni los refinamientos sexuales de mi actual compañera, han logrado que disminuya mi nostalgia por el sol y por mi rostro, ninguno de los cuales puedo ver. Lo acepto de buen grado como un castigo por mi traición y sabiendo que es un hecho irreversible, expío resignado mi sentencia, en espera de la redención de mis culpas.
El conde y su esposa ya no eran los anacrónicos propietarios de un castillo. Tenían un hermoso departamento en la mejor zona de la ciudad y una bien ganada reputación de anfitriones: sus fiestas se extendían hasta la madrugada, entre el baile, las copas y las bromas ocurrentes de la delicada condesa. En una de esas veladas los conocí: desde el primer momento quedé fascinado por las maneras deliciosas de la condesa y por su piel casi transparente. Urdí rápidamente un plan y comencé por ganarme la amistad del conde.
Ya en confianza, me contó de sus innumerables achaques y de los estragos que le provocaba la nueva iluminación, con arbotantes que imitan la luz diurna. Me mostró una serie de quemaduras que había recibido bajo tales artefactos. El otrora temible vampiro, era sólo un infeliz hemofílico que se refugiaba del sol en su recámara. También me pidió que solicitara varios litros de su exótica sangre durante la campaña de donación de la Cruz Roja nacional. Ante tal ingenuidad, consideré un hecho que la apetitosa condesa sería mía en poco tiempo.
Cada uno de sus ataúdes tuvo un papel específico dentro de mi trama: en uno estaqué al conde, en el otro violé a la lánguida condesa. El asombro y lo estrecho del recinto la obligaron a recibirme.
A la sorpresa siguió la aceptación: la novedad de un cuerpo tibio, en contraste con la helada presencia del conde, acabó por aficionarla a mi compañía en las noches de desvelo y en los días de pasión. Ella, por su parte, era la compañera ideal de parrandas nocturnas. En los cabarets y salones de baile lucía como un trofeo a mi pálida acompañante.
Lo único cierto es que ella comenzaba a hacerse imprescindible para mí. Me había enseñado las minucias aprendidas en siglos y podía provocarme con sus colmillos, siempre en los lugares más inesperados, sensaciones apenas comparables al orgasmo. A su vez, me pedía que practicara con ella una curiosa forma de cunninlingus que incluía una apasionada mordida.
Un día me despertó el ardor de la luz del sol en mi piel. Creí haberme quemado la cara y corrí hacia el espejo; entonces vi mi ropa vacía flotando ante mí, como colgada de un gancho. Pensé: “es mi castigo. Es tanta mi vergüenza por haber engañado al conde, que no puedo verme a la cara”.
De esta manera súbita abandoné mi condición de mortal y me sumé a la selecta familia de los vampiros. Con absoluta falta de previsión, no guardé ninguna fotografía mía y diariamente olvido parte de mi aspecto.
Hay cosas que detesto de mi nueva condición. Mi gusto por la comida condimentada ha desaparecido y ahora huyo ante el olor de los ajos: la dieta específica de sangre humana ha destruido mi paladar de exigente gourmet. Pero lo que más extraño es el sol. Una vida eterna es por sí misma insoportable, pero sin luz solar, es una pesadilla. Todos los objetos se me presentan en tonos de gris y las sombras, en un violento blanco y negro, en vez del suave claroscuro. La leyenda no atribuye al vampiro el radar de los murciélagos, así que vago desorientado por barriadas inmundas, en busca de comida.
Para divertirme, practico una actividad que no pertenece al canon cinematográfico del vampiro, que todos saben de memoria: ahora invierto las infinitas horas de que dispongo en absurdas disecciones que practico a los cadáveres de mis víctimas, invento máquinas de tortura que jamás construiré y trato de satisfacer el desmedido apetito sexual de la condesa.
La gélida pasión de la condesa, que al principio me atrajo y ocasionó mi caída al mundo de los vampiros, es para mí una forma más de martirio. Insaciable, discurre extravagantes posiciones que si en una cama serían difíciles, en un ataúd resultan un reto para el mejor de los contorsionistas.
Cuando los remordimientos me atosigan, me detengo a observar el cadáver acartonado del conde, que es una pieza de ornato en la casa de nosotros, los traidores; aún más, es la prueba de la traición, del momento en que rechacé su amistad a cambio del dudoso honor de aniquilarlo. Su rostro momificado parece sonreír, como si supiera que en el pecado llevé la penitencia. En vez de sentir lástima por él, lo admiro: fingió simpleza para que ocupara su lugar, que nadie envidiaría. De esa forma, evadió la prisión perpetua a que lo había condenado la ninfómana condesa.
A últimas fechas, casi todas las reuniones organizadas por la condesa me aburren. Acaso la más reciente velada se distinga del resto, por la presencia de un jovenzuelo impertinente, que trató de retener la atención de la anfitriona. ¡Qué obvio, qué brutales sus arrestos de conquistador! Lo vi con más pena que coraje, por su triste exhibición de falsa sagacidad. Pienso que tal vez yo era tan estúpido, tan evidente, como hoy se comporta él.
He permitido que se acerque a mí y he dejado que crea que me engaña con sus torpes escaramuzas. Podría desgarrarlo de un zarpazo, trozarle la yugular con un pequeño mordisco. Pero no lo hago. Lo tolero como un gato consiente a un ratón, lo cultivo como a un animal de un hato de ganado, mientras espero el momento en que, creyendo traicionarme, me libere de mi eterno martirio, de mi remordimiento inacabable.

Lo que queda de mí


CUANDO DESAPARECIÓ MI MANO TRATÉ DE NO DARLE IMPORTANCIA AL ASUNTO. Así había desaparecido mi cabello, sin que a nadie más que a mí le interesara. Al comienzo traté de ocultarlo jalando los escasos cabellos de mis sienes hacia la coronilla. Esto funcionó en un principio, pero cuando sólo me quedaban algunas delgadas hebras, me pareció ridículo tratar de acomodarme una cabellera que nada me tapaba.
Como mal perdedor, después se me ocurrió raparme. Era una doble posibilidad, pues pudiera ser que por alguna razón milagrosa me volviera a crecer el pelo; pero sobre todo, porque ocultaba (o creía ocultar) esta circunstancia, convirtiendo dicha fatalidad en una elección.
Mis compañeros de trabajo me lo reprocharon en son de broma, diciendo que no era tan grave, que debía tomarlo con resignación y hasta mencionaron que una de las oficinistas tenía algún interés en mí. Les agradecí su atención y traté de sobrellevar mi calvicie con dignidad. Esto incluyó el soportar muchos chistes que hablan de la decalvación y que, de tan sobados, dejan de tener la menor gracia.
En el fondo, esta resignación era falsa. Llené mi botiquín con lociones, champús y menjurjes que me sirvieron más de terapia que de medicina. En la luna del ropero pegué tantos anuncios de tratamientos definitivos para la alopecia, que acabé por cubrir el espejo, lo que dicho sea de paso, fue una especie de remedio para no ver mi cabeza pelona.
No acababa de acostumbrarme a mi nueva situación, cuando se me cayeron los dientes. En parte por desidia, en parte por falta de higiene, las muelas cariadas y emplomadas nunca sanaron y cuando ya no fue posible rescatarlas, tuvieron que ser extraídas. Primero los últimos molares, luego los siguientes y más tarde, por el desvío de las otras piezas, mi boca se fue quedando en los puros alveolos (esos hoyitos donde encajan los dientes) y sin más que lucir que mis relumbrantes encías hinchadas. Sólo me quedaron dos incisivos inferiores y los premolares superiores. Bien hubiera podido comprarme una placa para reponer mis desgraciados dientes, pero mi economía no daba para tanto y en el seguro no quisieron reemplazarlos. Me resigné a no sonreír y a lavar ocasionalmente mis dientes renegridos y dispares como clavijas.

PERO CUANDO DESAPARECIÓ MI MANO, SUPE QUE ALGO GRAVE OCURRÍA. Cierto que era la izquierda y que yo escribía con la diestra, pero su desaparición era algo que no podía explicar. Simplemente un día no estaba.
“Alégrate, hombre: ya no tendrás que cortarte las uñas”, me dijo un amigo. Pero esta broma, más tonta que las que antes me hicieron por la calvicie o la pérdida de los dientes, me advirtió que un proceso más radical, más violento, me hacía presa.
Traté de comentar el asunto con mi padre. Él intentó tranquilizarme: “cuando uno se hace viejo, ese tipo de cosas comienzan a ocurrir. Yo, en otra época, hacía muchas cosas que hoy añoro rencorosamente. Cosas simples, como correr, emborracharme, bailar toda una noche, hoy me están vedadas. A duras penas puedo empujar mi silla de ruedas por el parque sin sofocarme. Pero el recuerdo de un pasado hermoso lubrica el duro roce con mi realidad”.
Quise hacerle caso. Quise creer que en efecto, podía vivir en un mundo de recuerdos y hacer de cuenta que tenía una enorme mata de cabello, unos dientes blancos y finamente alineados. O bien, consolarme con el hecho de haberlos poseído y aceptar con madurez mi nueva condición. Pero la resignación no acababa de llegar y en cambio, veía desaparecer poco a poco mi cuerpo, a sabiendas de que nada podía hacer para evitarlo.
Cuando ya había perdido por completo el brazo, empezaron los verdaderos problemas. Amarrarme las agujetas, hacerme el nudo de la corbata, conducir el auto, se volvieron verdaderas proezas para mí. Caí en una profunda depresión que me hacía pasar los sábados y domingos tirado en cama, a veces tomando solo, a veces viendo la televisión. Tenía miedo de bañarme y descubrir la ausencia de una nueva parte de mi cuerpo.
Lo único que me consoló en esos días fue que, en efecto, una de las oficinistas de la empresa estaba interesada por mí. Quiero ser justo sin ser cruel: no era una mujer especialmente bella. La edad había causado estragos irreparables en su rostro respetando, empero, una sonrisa luminosa, que contrastaba con una mirada de gran cansancio. No entiendo cómo ni por qué, pero un buen día se me acercó y me dijo:
- Ánimo. Todo en la vida es relativo y la edad no es la excepción. Tú eres un hombre aún joven para una mujer como yo. Y a nuestra edad, las cuestiones físicas verdaderamente pasan a segundo término.
La invité a salir para no verme más estúpido. Ya era demasiado que ella tomara la iniciativa para que aparte me comportara como un acomplejado. Salimos un par de veces, aunque yo presentía que no congeniábamos del todo y que sólo un aire de soledad nos unía, aunque débilmente.
A ella parecía agradarle que le dejara la iniciativa. Un sábado me invitó a su casa. Todo estaba preparado: su hijo iba a pasar el fin de semana con unos familiares, la sirvienta regresaba a su pueblo y hasta el perro, un molesto cocker spaniel, parecía haber tomado el día libre.
Primero cocinó un poco de carne de cerdo en salsa de ciruela: reconozco que lo hizo bastante bien. Con tacto infinito, no hizo una sola alusión a las partes faltantes de mi cuerpo y en ningún momento dirigió su vista a la manga de mi saco, prendida al hombro con un seguro.
Más tarde me condujo al pequeño estudio, donde me invitó a ver una película con pretenciones románticas. Tras las primeras escenas se recostó en mi hombro derecho y comenzamos a besarnos. Pasar a su recámara nos tomó apenas diez minutos; fue interesante, porque en vez de avalanzarnos arrebatadamente el uno contra el otro, nos desnudamos lentamente, en completa oscuridad, a tientas.
“Antes de que hagamos el amor -me dijo- tienes que saber algo: no es común que yo traiga a alguien aquí. Mi exmarido, el padre de mi hijo, es muy celoso y aunque ya no estamos casados, se siente con derechos para venir acá y fiscalizar mi vida. Pero te he traído para que veas que verdaderamente te quiero y que nada me importa, sólo que estemos juntos. No me importa tu calvicie ni tu brazo ni nada. Te quiero tal y como eres.”
Esta especie de discurso, que pretendía justificarla, lejos de tranquilizarme me regresó a la realidad, al recordar mi precaria situación física. Entonces, en vez de concentrarme en ella, me puse nervioso y no logré alcanzar la erección. Tallaba desesperadamente mi entrepierna contra la de ella sin ningún resultado.
“¿Qué pasa? ¿no puedes?”. Era todo lo que necesitaba escuchar para acabar de desmoronarme. Le pedí que me esperara, que me tuviera paciencia, que nunca me había ocurrido. Todo en vano.
- No sé que me pasa -le dije. Debe ser todo esto que me está ocurriendo. Esta paulatina desaparición de mi cuerpo. ¿Es normal? ¿Así se envejece? ¿Así se empieza a morir?
No pude reprimir mi llanto.
- No me importa en lo más mínimo si puedes o no penetrarme -dijo con aire maternal. Para mí no eres un pene. Eres un ser humano y es más importante que compartamos tu problema al hecho de que tengamos o no relaciones. ¿Acaso soy sólo una vagina para ti?
Encendió la lámpara. Para mí fue doblemente vergonzoso, primero porque no pude hacerle el amor pero, sobre todo, porque hacía mucho tiempo, años tal vez, que nadie me veía llorar.
Hablamos largo rato. De mis frustraciones, de sus problemas con su exmarido, de mi infancia tormentosa, de su violenta pubertad. Me confió que en su adolscencia había sido violada con el dedo por un pandillero. Aunque el sujeto no logró penetrarla vaginalmente, le provocó un trauma que no lograba superar.
Después volvimos a intentarlo, sin resultados. Aprovechando la débil luz de la lámpara, me puse de pie y busqué mis calzoncillos. Entonces advertí el hecho, simple, abominable, odioso: mi pene había desaparecido limpiamente, sin dejar huella.
- Te agradezco mucho tu comprensión -alcancé a decir. Pero hay cosas que ya no pueden remediarse. Nosotros nunca seremos una pareja y eso es algo que supe desde que te conocí. Desde la primera vez, cuando te acercaste a mí, empecé a sentir algo así como una gran nostalgia de ti, porque sabía que más temprano que tarde nos teníamos que separar, que nunca podríamos concretar nuestra unión. Y hoy, aunque tal vez no lo entiendas, empiezo a sentir nostalgia de mí.
Me vestí apresuradamente, tan rápido como me lo permitía mi condición de mutilado. Ahora era ella la que lloraba en la cama. Me llamaba cobarde, me pedía que juntos afrontáramos este problema, que lo hiciéramos nuestro. “Lo único que podemos compartir son nuestras frustraciones –dije antes de retirarme. Creo que no vale la pena”.

DE ENTONCES A LA FECHA HAN PASADO SIETE MESES. He perdido la otra mano y la mitad de la pierna derecha, hasta la rodilla. He eliminado del botiquín las pócimas y los remedios infalibles, que invariablemente fallaron. Vivo solo, resignado a mi suerte, sin más compañía que el recuerdo de mí mismo, de lo que fui. Me visitan de vez en cuando mis familiares, en especial mi padre. Lo veo en su silla de ruedas, él mismo sólo un trozo de aquel hombre fuerte que antaño me llevara en hombros. Tenía razón: me consuela el hecho de haber sido y me divierte el poder reconstruirme en mis recuerdos, con una gran cabellera negra, grasienta, unos dientes blancos y alineados, unas manos vigorosas. Eso alivia en parte mi dolor y me permite vivir con lo que queda de mí.