Fuga, alerta


ESE GRITO SIGNIFICA QUE HA LLEGADO UN NUEVO HUÉSPED. En este caso, tú, el detenido, un infeliz padrote que regenteaba a una puta de mala muerte. Casi nadie, pues. El lugar en que te encuentras (la celda) se llama leonera; tú sabes, cuando algo apesta decimos que huele a león. Ahora estás en el vientre de la leonera.
-¡Ya parió la liona!
Primero los guardias te llevan al baño. Igual que antes te metieron a empujones, ahora te sacan con violencia. No te importa. No es la primera vez que estás aquí, crees que no será la última. Los madrazos son parte de tu vida.
Han llegado tus calentadores. Son tres hombres con aspecto inconfundible de policías, aunque vestidos de civiles. No los conoces, pero sabes que el más joven de ellos, un desgarbado flaco con bozo, en vez de bigote, no es verdaderamente agente de la policía judicial, judío, como les dicen, sino madrina, esa especie de ayudantes irregulares, a veces aspirantes a policías, a veces aprendices de rateros. Te miran con indiferencia, cruzan miradas de acuerdo y uno de ellos se adelanta. Parece el complemento del madrina: gordo rebosante, tiene su enorme nariz cubierta de granos. Sus ojillos enrojecidos apenas se distinguen entre sus párpados abolsados. Éste, que evidentemente es el jefe del grupo, hace una seña con la mano extendida, como si levantara algo muy liviano. Entiendes y comienzas a desvestirte. Por una ventana pegada al techo, adviertes una luz oblicua que cruza el baño por encima de tu cabeza. Es la luna y es medianoche; te quedan apenas unos minutos de vida. Pero tú no lo sabes.
Fingen interrogarte. Te preguntan cualquier cosa, sólo por tener algún pretexto para golpearte.
-¿En qué trabajas güey?
- Soy padrote, mi jefe.
Un golpe seco.
-¿Qué trabajo es ése, hijo de la chingada? ¿No te da pena ver a tu vieja tuberculosa?
Otro golpe.
Es aquí, en el baño, donde comienza tu fuga, sin que lo sepas. Cálmate. No demuestres que estás asustado. Escuchas la voz del agente, lenta, rasposa, distorsionada por la droga o por alguna enfermedad. Del fondo del corredor llega nuevamente ese grito.
-¡Ya parió la liona!
Los judíos continúan implacables su labor. Una calentadita, dicen. Sientes primero el calor instantáneo del puñetazo, el adormecimiento que se extiende por tus músculos, y luego el dolor. Más golpes y más golpes. Ya párenle ¿no? Para calentadita, ya estuvo bueno. ¿Por qué siguen golpeándote? Por fin te cae el veinte, por fin te das cuenta de lo que pasa. Aunque apenas puedes sostenerte por la golpiza, te quedan fuerzas para evaluar tu situación. Después de muchas sumas y restas mentales, llegas a un resultado: "ya me cargó la chingada".
Ahí mismo, en el baño, los agentes te meten al pocito, un tinaco de agua helada en el que simulan ahogarte. Tus músculos golpeados se acalambran y el dolor de tus pulmones te hace pedazos, pero en esta ocasión nada va a salvarte, porque estos hombres no buscan hacerte confesar, sino castigarte. Finalmente, un tanto aburridos, te sacan del pocito. Ahora es tu propio cuerpo el que hará el trabajo: te regresan a la celda y te dejan recargado en un rincón para que madures, para que tus músculos se entumezcan, para que disminuya la adrenalina de tu sangre y te duela hasta el alma, hasta el culo. Reconócelo: saben su oficio.
Un largo silencio, que sólo interrumpe tu tos. Después, un grito.
-¡Uno... Alerta!
Las doce. Ha comenzado la vigía en la torre más lejana, la que se encuentra cerca de la salida. Ahora tiemblas de frío. De una torre a otra, los veladores se gritan para comprobar que cada uno está en su sitio. La cárcel casi subterránea. La noche helada.
-¡Dos... Alerta!
Tal vez fue convento o cuartel o tal vez siempre fue cárcel. Como sea, una negligente remodelación la ha convertido en un laberinto que de noche proyecta una sombra irregular sobre las baldosas grises del patio.
-¡Tres... Alerta!
La celda (el separo, como le dicen) tiene dibujos. Viejísimos. Se podría pensar en una cárcel para niños, por las letras torpes y los dibujos infantiles en las paredes. Pero la verdad oficial es que esta leonera no existe, sólo se emplea en casos como el tuyo.
-¡Cuatro... Alerta!
Pasas la vista por las paredes, pero sin verlas. Piensas y repasas la causa de tu encierro y de tu muerte inminente. ¿Por eso? Claro que no, por eso no matan a nadie. Acuérdate. Llegaste a los separos y cuando quisieron meterte a empujones, golpeaste a un policía. A un agente. Te pasaste de lanza, pendejo.
Sí, te van a poner en la madre. Hoy mismo. Lo difícil es creer que hace un instante estabas vivo, podías ir y venir y tal vez hacías planes para mañana. Pero te agarraron. Golpear a un policía. A un judicial.
La puerta está abierta, ya lo sabes. Si fueras listo te quedarías aquí, a morir de pulmonía. Pero te da lo mismo morir de una cosa o de otra y sales a cumplir con el ritual.
Sudas. Empiezas a balbucir el frío, a ver cómo se desbarata el pasillo, la puerta, las paredes. ¿Dónde estás? Caminas alucinado y desnudo por el laberinto de pasillos y calabozos. Te cubres con tus brazos y tratas (sin conseguirlo) de encontrar una salida. Unos policías se acercan y al llegar a ti se desvanecen. Oyes voces de gente muerta y pasos en los techos y las paredes. Tienes las manos crispadas, te entierras las uñas en las palmas de las manos, te arrancas parte de la piel y no sientes nada. Sólo el calor... ¡Sí, la fiebre! Respiras lumbre, la cara se te incendia y enormes manos calientes te oprimen el pecho. Voces y ruido de pasos se acercan, vienen del torreón, que ahora está a tus espaldas.
-¡Fuga, alerta!
Ya llegan, son tres; tal vez los de hace rato. Hace rato...
En el barandal más alto, enfermo, desnudo, dolorido, gritas implorando por tu vida. Los hombres te toman de las axilas y te avientan de cabeza contra el patio de la cárcel. En la caída escuchas una voz, que será la última.
-¡Fuga, alerta!
La cárcel proyectaba su sombra irregular sobre las piedras grisáceas.

Los traidores


NI LOS PLACERES DE LA SANGRE NI LOS CADÁVERES RESECOS que se amontonan en el clóset ni los refinamientos sexuales de mi actual compañera, han logrado que disminuya mi nostalgia por el sol y por mi rostro, ninguno de los cuales puedo ver. Lo acepto de buen grado como un castigo por mi traición y sabiendo que es un hecho irreversible, expío resignado mi sentencia, en espera de la redención de mis culpas.
El conde y su esposa ya no eran los anacrónicos propietarios de un castillo. Tenían un hermoso departamento en la mejor zona de la ciudad y una bien ganada reputación de anfitriones: sus fiestas se extendían hasta la madrugada, entre el baile, las copas y las bromas ocurrentes de la delicada condesa. En una de esas veladas los conocí: desde el primer momento quedé fascinado por las maneras deliciosas de la condesa y por su piel casi transparente. Urdí rápidamente un plan y comencé por ganarme la amistad del conde.
Ya en confianza, me contó de sus innumerables achaques y de los estragos que le provocaba la nueva iluminación, con arbotantes que imitan la luz diurna. Me mostró una serie de quemaduras que había recibido bajo tales artefactos. El otrora temible vampiro, era sólo un infeliz hemofílico que se refugiaba del sol en su recámara. También me pidió que solicitara varios litros de su exótica sangre durante la campaña de donación de la Cruz Roja nacional. Ante tal ingenuidad, consideré un hecho que la apetitosa condesa sería mía en poco tiempo.
Cada uno de sus ataúdes tuvo un papel específico dentro de mi trama: en uno estaqué al conde, en el otro violé a la lánguida condesa. El asombro y lo estrecho del recinto la obligaron a recibirme.
A la sorpresa siguió la aceptación: la novedad de un cuerpo tibio, en contraste con la helada presencia del conde, acabó por aficionarla a mi compañía en las noches de desvelo y en los días de pasión. Ella, por su parte, era la compañera ideal de parrandas nocturnas. En los cabarets y salones de baile lucía como un trofeo a mi pálida acompañante.
Lo único cierto es que ella comenzaba a hacerse imprescindible para mí. Me había enseñado las minucias aprendidas en siglos y podía provocarme con sus colmillos, siempre en los lugares más inesperados, sensaciones apenas comparables al orgasmo. A su vez, me pedía que practicara con ella una curiosa forma de cunninlingus que incluía una apasionada mordida.
Un día me despertó el ardor de la luz del sol en mi piel. Creí haberme quemado la cara y corrí hacia el espejo; entonces vi mi ropa vacía flotando ante mí, como colgada de un gancho. Pensé: “es mi castigo. Es tanta mi vergüenza por haber engañado al conde, que no puedo verme a la cara”.
De esta manera súbita abandoné mi condición de mortal y me sumé a la selecta familia de los vampiros. Con absoluta falta de previsión, no guardé ninguna fotografía mía y diariamente olvido parte de mi aspecto.
Hay cosas que detesto de mi nueva condición. Mi gusto por la comida condimentada ha desaparecido y ahora huyo ante el olor de los ajos: la dieta específica de sangre humana ha destruido mi paladar de exigente gourmet. Pero lo que más extraño es el sol. Una vida eterna es por sí misma insoportable, pero sin luz solar, es una pesadilla. Todos los objetos se me presentan en tonos de gris y las sombras, en un violento blanco y negro, en vez del suave claroscuro. La leyenda no atribuye al vampiro el radar de los murciélagos, así que vago desorientado por barriadas inmundas, en busca de comida.
Para divertirme, practico una actividad que no pertenece al canon cinematográfico del vampiro, que todos saben de memoria: ahora invierto las infinitas horas de que dispongo en absurdas disecciones que practico a los cadáveres de mis víctimas, invento máquinas de tortura que jamás construiré y trato de satisfacer el desmedido apetito sexual de la condesa.
La gélida pasión de la condesa, que al principio me atrajo y ocasionó mi caída al mundo de los vampiros, es para mí una forma más de martirio. Insaciable, discurre extravagantes posiciones que si en una cama serían difíciles, en un ataúd resultan un reto para el mejor de los contorsionistas.
Cuando los remordimientos me atosigan, me detengo a observar el cadáver acartonado del conde, que es una pieza de ornato en la casa de nosotros, los traidores; aún más, es la prueba de la traición, del momento en que rechacé su amistad a cambio del dudoso honor de aniquilarlo. Su rostro momificado parece sonreír, como si supiera que en el pecado llevé la penitencia. En vez de sentir lástima por él, lo admiro: fingió simpleza para que ocupara su lugar, que nadie envidiaría. De esa forma, evadió la prisión perpetua a que lo había condenado la ninfómana condesa.
A últimas fechas, casi todas las reuniones organizadas por la condesa me aburren. Acaso la más reciente velada se distinga del resto, por la presencia de un jovenzuelo impertinente, que trató de retener la atención de la anfitriona. ¡Qué obvio, qué brutales sus arrestos de conquistador! Lo vi con más pena que coraje, por su triste exhibición de falsa sagacidad. Pienso que tal vez yo era tan estúpido, tan evidente, como hoy se comporta él.
He permitido que se acerque a mí y he dejado que crea que me engaña con sus torpes escaramuzas. Podría desgarrarlo de un zarpazo, trozarle la yugular con un pequeño mordisco. Pero no lo hago. Lo tolero como un gato consiente a un ratón, lo cultivo como a un animal de un hato de ganado, mientras espero el momento en que, creyendo traicionarme, me libere de mi eterno martirio, de mi remordimiento inacabable.

Lo que queda de mí


CUANDO DESAPARECIÓ MI MANO TRATÉ DE NO DARLE IMPORTANCIA AL ASUNTO. Así había desaparecido mi cabello, sin que a nadie más que a mí le interesara. Al comienzo traté de ocultarlo jalando los escasos cabellos de mis sienes hacia la coronilla. Esto funcionó en un principio, pero cuando sólo me quedaban algunas delgadas hebras, me pareció ridículo tratar de acomodarme una cabellera que nada me tapaba.
Como mal perdedor, después se me ocurrió raparme. Era una doble posibilidad, pues pudiera ser que por alguna razón milagrosa me volviera a crecer el pelo; pero sobre todo, porque ocultaba (o creía ocultar) esta circunstancia, convirtiendo dicha fatalidad en una elección.
Mis compañeros de trabajo me lo reprocharon en son de broma, diciendo que no era tan grave, que debía tomarlo con resignación y hasta mencionaron que una de las oficinistas tenía algún interés en mí. Les agradecí su atención y traté de sobrellevar mi calvicie con dignidad. Esto incluyó el soportar muchos chistes que hablan de la decalvación y que, de tan sobados, dejan de tener la menor gracia.
En el fondo, esta resignación era falsa. Llené mi botiquín con lociones, champús y menjurjes que me sirvieron más de terapia que de medicina. En la luna del ropero pegué tantos anuncios de tratamientos definitivos para la alopecia, que acabé por cubrir el espejo, lo que dicho sea de paso, fue una especie de remedio para no ver mi cabeza pelona.
No acababa de acostumbrarme a mi nueva situación, cuando se me cayeron los dientes. En parte por desidia, en parte por falta de higiene, las muelas cariadas y emplomadas nunca sanaron y cuando ya no fue posible rescatarlas, tuvieron que ser extraídas. Primero los últimos molares, luego los siguientes y más tarde, por el desvío de las otras piezas, mi boca se fue quedando en los puros alveolos (esos hoyitos donde encajan los dientes) y sin más que lucir que mis relumbrantes encías hinchadas. Sólo me quedaron dos incisivos inferiores y los premolares superiores. Bien hubiera podido comprarme una placa para reponer mis desgraciados dientes, pero mi economía no daba para tanto y en el seguro no quisieron reemplazarlos. Me resigné a no sonreír y a lavar ocasionalmente mis dientes renegridos y dispares como clavijas.

PERO CUANDO DESAPARECIÓ MI MANO, SUPE QUE ALGO GRAVE OCURRÍA. Cierto que era la izquierda y que yo escribía con la diestra, pero su desaparición era algo que no podía explicar. Simplemente un día no estaba.
“Alégrate, hombre: ya no tendrás que cortarte las uñas”, me dijo un amigo. Pero esta broma, más tonta que las que antes me hicieron por la calvicie o la pérdida de los dientes, me advirtió que un proceso más radical, más violento, me hacía presa.
Traté de comentar el asunto con mi padre. Él intentó tranquilizarme: “cuando uno se hace viejo, ese tipo de cosas comienzan a ocurrir. Yo, en otra época, hacía muchas cosas que hoy añoro rencorosamente. Cosas simples, como correr, emborracharme, bailar toda una noche, hoy me están vedadas. A duras penas puedo empujar mi silla de ruedas por el parque sin sofocarme. Pero el recuerdo de un pasado hermoso lubrica el duro roce con mi realidad”.
Quise hacerle caso. Quise creer que en efecto, podía vivir en un mundo de recuerdos y hacer de cuenta que tenía una enorme mata de cabello, unos dientes blancos y finamente alineados. O bien, consolarme con el hecho de haberlos poseído y aceptar con madurez mi nueva condición. Pero la resignación no acababa de llegar y en cambio, veía desaparecer poco a poco mi cuerpo, a sabiendas de que nada podía hacer para evitarlo.
Cuando ya había perdido por completo el brazo, empezaron los verdaderos problemas. Amarrarme las agujetas, hacerme el nudo de la corbata, conducir el auto, se volvieron verdaderas proezas para mí. Caí en una profunda depresión que me hacía pasar los sábados y domingos tirado en cama, a veces tomando solo, a veces viendo la televisión. Tenía miedo de bañarme y descubrir la ausencia de una nueva parte de mi cuerpo.
Lo único que me consoló en esos días fue que, en efecto, una de las oficinistas de la empresa estaba interesada por mí. Quiero ser justo sin ser cruel: no era una mujer especialmente bella. La edad había causado estragos irreparables en su rostro respetando, empero, una sonrisa luminosa, que contrastaba con una mirada de gran cansancio. No entiendo cómo ni por qué, pero un buen día se me acercó y me dijo:
- Ánimo. Todo en la vida es relativo y la edad no es la excepción. Tú eres un hombre aún joven para una mujer como yo. Y a nuestra edad, las cuestiones físicas verdaderamente pasan a segundo término.
La invité a salir para no verme más estúpido. Ya era demasiado que ella tomara la iniciativa para que aparte me comportara como un acomplejado. Salimos un par de veces, aunque yo presentía que no congeniábamos del todo y que sólo un aire de soledad nos unía, aunque débilmente.
A ella parecía agradarle que le dejara la iniciativa. Un sábado me invitó a su casa. Todo estaba preparado: su hijo iba a pasar el fin de semana con unos familiares, la sirvienta regresaba a su pueblo y hasta el perro, un molesto cocker spaniel, parecía haber tomado el día libre.
Primero cocinó un poco de carne de cerdo en salsa de ciruela: reconozco que lo hizo bastante bien. Con tacto infinito, no hizo una sola alusión a las partes faltantes de mi cuerpo y en ningún momento dirigió su vista a la manga de mi saco, prendida al hombro con un seguro.
Más tarde me condujo al pequeño estudio, donde me invitó a ver una película con pretenciones románticas. Tras las primeras escenas se recostó en mi hombro derecho y comenzamos a besarnos. Pasar a su recámara nos tomó apenas diez minutos; fue interesante, porque en vez de avalanzarnos arrebatadamente el uno contra el otro, nos desnudamos lentamente, en completa oscuridad, a tientas.
“Antes de que hagamos el amor -me dijo- tienes que saber algo: no es común que yo traiga a alguien aquí. Mi exmarido, el padre de mi hijo, es muy celoso y aunque ya no estamos casados, se siente con derechos para venir acá y fiscalizar mi vida. Pero te he traído para que veas que verdaderamente te quiero y que nada me importa, sólo que estemos juntos. No me importa tu calvicie ni tu brazo ni nada. Te quiero tal y como eres.”
Esta especie de discurso, que pretendía justificarla, lejos de tranquilizarme me regresó a la realidad, al recordar mi precaria situación física. Entonces, en vez de concentrarme en ella, me puse nervioso y no logré alcanzar la erección. Tallaba desesperadamente mi entrepierna contra la de ella sin ningún resultado.
“¿Qué pasa? ¿no puedes?”. Era todo lo que necesitaba escuchar para acabar de desmoronarme. Le pedí que me esperara, que me tuviera paciencia, que nunca me había ocurrido. Todo en vano.
- No sé que me pasa -le dije. Debe ser todo esto que me está ocurriendo. Esta paulatina desaparición de mi cuerpo. ¿Es normal? ¿Así se envejece? ¿Así se empieza a morir?
No pude reprimir mi llanto.
- No me importa en lo más mínimo si puedes o no penetrarme -dijo con aire maternal. Para mí no eres un pene. Eres un ser humano y es más importante que compartamos tu problema al hecho de que tengamos o no relaciones. ¿Acaso soy sólo una vagina para ti?
Encendió la lámpara. Para mí fue doblemente vergonzoso, primero porque no pude hacerle el amor pero, sobre todo, porque hacía mucho tiempo, años tal vez, que nadie me veía llorar.
Hablamos largo rato. De mis frustraciones, de sus problemas con su exmarido, de mi infancia tormentosa, de su violenta pubertad. Me confió que en su adolscencia había sido violada con el dedo por un pandillero. Aunque el sujeto no logró penetrarla vaginalmente, le provocó un trauma que no lograba superar.
Después volvimos a intentarlo, sin resultados. Aprovechando la débil luz de la lámpara, me puse de pie y busqué mis calzoncillos. Entonces advertí el hecho, simple, abominable, odioso: mi pene había desaparecido limpiamente, sin dejar huella.
- Te agradezco mucho tu comprensión -alcancé a decir. Pero hay cosas que ya no pueden remediarse. Nosotros nunca seremos una pareja y eso es algo que supe desde que te conocí. Desde la primera vez, cuando te acercaste a mí, empecé a sentir algo así como una gran nostalgia de ti, porque sabía que más temprano que tarde nos teníamos que separar, que nunca podríamos concretar nuestra unión. Y hoy, aunque tal vez no lo entiendas, empiezo a sentir nostalgia de mí.
Me vestí apresuradamente, tan rápido como me lo permitía mi condición de mutilado. Ahora era ella la que lloraba en la cama. Me llamaba cobarde, me pedía que juntos afrontáramos este problema, que lo hiciéramos nuestro. “Lo único que podemos compartir son nuestras frustraciones –dije antes de retirarme. Creo que no vale la pena”.

DE ENTONCES A LA FECHA HAN PASADO SIETE MESES. He perdido la otra mano y la mitad de la pierna derecha, hasta la rodilla. He eliminado del botiquín las pócimas y los remedios infalibles, que invariablemente fallaron. Vivo solo, resignado a mi suerte, sin más compañía que el recuerdo de mí mismo, de lo que fui. Me visitan de vez en cuando mis familiares, en especial mi padre. Lo veo en su silla de ruedas, él mismo sólo un trozo de aquel hombre fuerte que antaño me llevara en hombros. Tenía razón: me consuela el hecho de haber sido y me divierte el poder reconstruirme en mis recuerdos, con una gran cabellera negra, grasienta, unos dientes blancos y alineados, unas manos vigorosas. Eso alivia en parte mi dolor y me permite vivir con lo que queda de mí.

La Cabeza


Dos cabezas piensan mejor que una
Refrán popular
I.
DESPUÉS DE VARIAS SEMANAS DE INTENTARLO, AHÍ ESTABA. Tan pequeña que parecía apenas un lunar peludo, una protuberancia pegada a su cuello. Pero de cerca, con sólo ponerle un poco de atención, se revelaba como lo que verdaderamente era: una cabeza adicional, una nueva cabeza aún sin usar.
En un principio, la creyó un mero capricho. ¿De qué podía servir una nueva cabeza? Pero las implicaciones de esta adquisición se multiplicaban con solo cerrar los ojos, hasta hacerlo ver en ésta una solución a sus problemas.
¿Cuándo comenzó a desearlo? Tal vez desde niño, desde que su padre lo regañaba por su torpeza, desde que la maestra lo martirizaba con lecciones cuya utilidad no le era del todo clara. En esa época deseó a tal grado tener a alguien que le ayudara, lo orientara y le explicara tantas cosas oscuras, que la idea de la nueva cabeza surgió en forma natural. Un amigo, un auxiliar que le ayudara a coordinar sus pensamientos y hasta sus movimientos, un pequeño faro que lo llevara a la playa compleja de lo real, a la que nunca podía llegar.
De hecho, fueron sus fantasías las que lo alejaron de ese mundo real al que parecía no poder asirse. Soñaba con ser alguien importante, un hombre admirado y sobre todo querido, alguien que no despertara ni compasión ni horror ni repulsión. Odiaba que su madre lo maldijera a él y a sus hermanos cuando por algún descuido rompía un vaso o provocaba cualquier otro desperfecto en la casa. "Malditos mocosos, un día me voy a largar de esta casa para siempre", decía su madre, al tiempo que los golpeaba con escobas, cucharones de metal y cortineros.
Y un día se fue. Nadie supo a ciencia cierta ni cómo ni dónde, pero cuando su padre volvió del trabajo, con esa mezcla de mal humor y cansancio que lo acompañaba, buscó a la esposa en los cuatro cuartos que tenían por casa. No tardó mucho en darse cuenta de lo ocurrido: la ropa y efectos personales de ella habían desaparecido.
Su padre lo interrogó con insistencia casi policiaca. "¿Adónde se fue tu madre?". Pero era poco lo que podía informar, a despecho de los apretujones y sacudidas que le propinaba. En una especie de venganza, su padre se dedicó a martirizarlo durante los años siguientes, repitiéndole una y otra vez que su madre lo había abandonado.
En su mente infantil, supuso que la causa de que su madre lo abandonara estaba en algo que él o sus hermanos habían hecho. Si no, ¿por qué su padre insistía con la cantaleta de que su madre los había abandonado? Lo obvio hubiera sido pensar que lo había abandonado a él, no a los niños. Con rigurosa lógica infantil, argumentaba que no se había ido para buscar a otros hijos, sino un esposo nuevo o algo así. Pero la labor implacable de su padre lo fue convenciendo de que algo terrible debía haber hecho para que su madre tomara tan drástica determinación.
De ahí en adelante su vida fue un pequeño calvario, en lo que a mujeres se refería. Por sorprendente que pueda parecer, en su adolescencia no tuvo una sola novia: sólo se atrevió a declararse torpemente a una condiscípula, que huyó de él, entre asustada y burlona. Se juró que sería su primer y único fracaso.
La explicación a su conducta era simple, aunque él no lo entendería sino muchos años después, cuando contó con su cabeza auxiliar: sintiéndose odiado por su progenitora, la única que tenía alguna obligación de quererlo, fue desarrollando cierta misoginia autodefensiva. Misoginia: en efecto, odiaba a las mujeres, como un gesto de rebeldía o de rencor. Autodefensa: fingía no interesarse por las mujeres, como una forma de protegerse de un nuevo rechazo. Al llegar a su edad adulta no había logrado entablar ninguna relación emocional duradera y lo poco que sabía de las mujeres lo había aprendido en francachelas de fin de semana, peregrinando de un burdel a otro.
Y a pesar de todo era feliz. O por lo menos fingía serlo. Reculando, rehuyendo un nuevo rechazo, se formó una coraza de actitudes defensivas, un caparazón duro y articulado, como la concha de una armadillo. Esto le permitía moverse cautelosamente en un bosque de relaciones sociales y afectivas que nunca alcanzó a comprender, pero al mismo tiempo, podía enroscarse en su coraza y quedar a salvo de cualquier ataque de ese mundo exterior, que permanecía lejos de sus escasas habilidades.
En vez de un verdadero carácter, de un cúmulo de rasgos que integraran su personalidad, se llenó de estrategias de subsistencia, de capas y capas de piel dura y apelmazada que hacían aún más perfecto su blindaje, su concha de armadillo. Bajo esta pequeña coraza, empero, latía el corazón de un perro, de un animal sumiso, dócil, casi fiel, que sólo esperaba una pequeña caricia, un mínimo gesto de simpatía, para mover alegremente la cola.
Pero en el fondo, soñaba con ser alguien admirado. Quería a toda costa figurar, sin darse cuenta que precisamente la impostura de sus sentimientos era el principal obstáculo para lograr sus objetivos. Ignoraba que ese desesperado intento por agradar era una forma de subsanar el abandono de su madre. Buscaba ser querido, en un esfuerzo absurdo de que su madre no lo abandonara.
Así transcurría su vida de cómodas apariencias, fingiendo que nada le importaba, fuera de su persona. Armado con un mucho de pedantería y otro tanto de presunción, trataba de aparentar una seguridad que estaba lejos de sentir y que las más de las veces nadie creía. Como dijimos, a pesar de todo era feliz. O fingía serlo.

II.
ENTONCES LA CONOCIÓ.
Como todas las grandes desgracias, el encuentro fue casual. No le impresionó particularmente su aspecto, acostumbrado al rechazo de las mujeres que se saben o se creen bellas. Por el contrario, le atrajo cierta timidez y un aire de soledad que la envolvía. No tenía los grandes ojos claros que son la perdición del común de los hombres: su mirada era huidiza y aún la escondía tras unos lentes ovalados. Sólo la delataba de vez en cuando una sonrisa felina, que al parecer escapaba a su voluntad, como escapan de noche los gatos.
En el momento de las presentaciones, la tomó de la mano y su aspereza le sorprendió. No fue una sorpresa desagradable, hay que aclarar. Una singular corriente de empatía lo sacudió, al adivinar en ella una doble naturaleza, al presentir que bajo la aparente piel de un cocodrilo se escondía la figura tierna y casi desamparada de un pequeño gato.
Por precaución o por costumbre, trató de permanecer indiferente a esta atracción. Se repitió para sus adentros que adoptaría el mismo aire de suficiencia que con el resto de las mujeres. Pero su naturaleza perruna había despertado y a partir de ese momento todo se desarrolló en forma totalmente ajena a sus deseos.
Empezó a soñarla en forma reiterada. Esa debió ser la señal de advertencia, el aviso de que nada bueno podía venir después. Pero su coraza de armadillo estaba rota y sus actitudes autodefensivas se resquebrajaban a cada minuto.
En uno de estos sueños fue que recordó su deseo de tener otra cabeza. En el sueño, ella se encontraba distraída y al girar la cabeza advirtió en su nuca algo así como un tumor, una protuberancia peluda cuya horrenda presencia lo despertó.
El deseo de la otra cabeza apareció ante él como una panacea. Tal vez si contara con ese auxiliar podría coordinar sus ideas, aprender los secretos del cortejo amoroso, tener éxito en su vida personal y, por qué no, culminar venturosamente (por primera vez) una relación con una mujer. La idea lo sedujo y se propuso llevarla a cabo de inmediato.
Una noche, mientras caminaba junto a ella por una calle casi desierta, descubrió en su cuello un lunar. Fue un instante, pero quedaron tan cerca el uno del otro que, de haberlo deseado, hubiera podido besarla. Instintivamente se contuvo, pero el deseo permaneció en él, atormentándolo. Soñó que le besaba el cuello y lamía el lunar, que respondía a sus caricias erectándose como un pezón.
Al día siguiente un pequeño rastro oscuro apareció en su cuello. O tal vez ahí había estado desde siempre y sólo la referencia a su reciente sueño hizo que se diera cuenta de éste. Cuando volvió a estar junto a ella pretendió bromear, diciéndole que le había "contagiado" su lunar. Ella trató de permanecer seria, pero nuevamente su sonrisa gatuna la traicionó.

III.
LA SOÑÓ VESTIDA DE NOVIA, A PUNTO DE CASARSE. El novio, un sujeto delgado, alto, de rostro anodino y cabello largo, permanecía en actitud de espera a la entrada del templo, mientras él, en medio de los invitados, recorría el atrio de la iglesia, al fondo del cual había una especie de gran patio y en éste, una cancha de fútbol. A lo lejos, envueltos por el tumulto de invitados, los novios salían de la iglesia. Él intentaba acercarse, pero los concurrentes lo obstaculizaban, a pesar que trataba de abrirse paso a empellones y codazos. Estaba furioso y peleaba con todos, como si esto pudiera evitar la boda.
Despertó sudoroso, angustiado. Sus peores temores se habían cumplido. Estaba perdidamente enamorado de ella y tan carente de recursos como en su adolescencia. Y ya ni siquiera contaba con su caparazón de armadillo para defenderse del ataque fulminante de sus emociones.
Reconoció entonces que esa iglesia de su sueño era en realidad una deformación de la escuela en la cual se declaró a aquella muchacha de la pubertad. Sentimientos casi olvidados despertaban de su larga hibernación. De golpe sintió que, no sólo su desmedrada concha de armadillo, sino hasta su blandengue corazón de perro estaban desgarrados a zarpazos.
Al amanecer fue a buscarla, con ánimo de decirle lo que ocurría. Incluso, absurdamente, le preguntó si conocía a un tipo como el de su sueño. Escogió las formas más circunloquiales, más oblicuas, cuando hubiera bastado un simple "te quiero". No se sorprendió de sí mismo, acostumbrado a su abominable torpeza, pero lamentó que los años hubieran pasado por él, sin darle un mínimo de energía y de valor.
Cuando regresó a su casa iba derrotado, por enésima ocasión. Se miró al espejo como para reírse de sí mismo, pero le pareció tan patético su rostro que casi lloró. Y entonces la descubrió. Ahí estaba, agazapada, negruzca, casi insignificante. Era la Cabeza.
Cerró los ojos y trató de acallar sus propios pensamientos para oír lo que decía la Cabeza. Al cabo de un rato, escuchó por primera vez aquella vocecilla. Un rayo de luz que hubiera entrado en la más profunda caverna no habría tenido el mismo efecto. De repente todo tenía sentido, todo era absolutamente claro, natural, comprensible. Por primera vez en muchos años supo lo que debía de hacer. Y lo hizo.

IV.
LAS PRIMERAS INSTRUCCIONES DE LA CABEZA eran de una lógica implacable. Por el momento, debes alejarte de ella. No la busques, no le hables de tus sentimientos, pero trata de manifestarle tu interés. Necesitas una nueva coraza, pero más flexible, capaz de adaptarse a todas las circunstancias. Debes reconstruirte a ti mismo y aprovechar esta reconstrucción, no para hacerte más fuerte, sino más apto.
De tal suerte, más que un armadillo, su propósito fue transformarse en una serpiente que se acomodara en forma propicia al terreno más abrupto. Y al igual que ésta, que al crecer y desarrollarse se desprendiera de su vieja piel para adoptar otra, más resistente, más lustrosa, pero igualmente infranqueable.
La propuesta de la cabeza implicaba un periplo: te alejarás de ella, pero contrariamente a lo que piensas, cada día estarás más cerca de tus objetivos. El camino más seguro entre dos puntos es un amplísimo rodeo.
¿Cómo no hacerle caso a la vocecilla, si cada día mejoraba en su trabajo, si se llenaba de ideas luminosas que jamás hubiera podido sospechar, si la vida era un libro abierto en sus manos? Su nueva condición lo llenaba de asombro, de temor y hasta de remordimientos. ¿Cómo no sentirse así, si usufructuaba las ideas de aquel apéndice nuevo?
Para calmar su conciencia, se dijo a sí mismo que si él había invocado a la Cabeza, si su voluntad la había traído hasta él, toda la lucidez que provenía del pequeño cerebro le pertenecía, de alguna forma. Era un derecho natural el que ahora gozara de aquellos dones.
En muchos sentidos, la existencia se volvió un tanto aburrida. Cada meta que se fijaba, la nueva más alta que la anterior, era siempre superada. Nada parecía oponerse a sus deseos. De hecho, a manera de entrenamiento, la Cabeza le sugirió acercarse a un par de mujeres y le empezó a revelar los secretos de las lides amorosas. Su corazón de perro se henchía de gozo, imaginando que en poco tiempo también ella estaría en sus manos.
Entonces volvió a ser feliz. No con la felicidad impostada de su anterior vida de armadillo, sino con una verdadera felicidad, producto de sus pequeños triunfos que anticipaban éxitos cada vez mayores. Ya no odiaba a las mujeres, sino que las veía con cierta simpatía; con absoluta desfachatez y descaro, se dio el anacrónico lujo de tener algunas amigas.
Algo, sin embargo, no acababa de gustarle. Si bien las órdenes de la Cabeza eran precisas, no veía cómo acercarse a ella. Al contrario, parecía que, en su proximidad, su nueva ayudante lo dejaba un tanto al garete y le hacía recaer en las mismas torpezas de antes. El relativo éxito con que se conducía en otras esferas de su vida no se reflejaba en esta relación.
Debes esperar. El triunfo en una empresa está predeterminado por tus capacidades. Una correcta evaluación te permitiría ver que determinados objetivos aún no están a tu alcance y te evitará empeñarte en algo incierto. Lo primero que un hombre debe conocer son sus limitaciones.
Con toda sinceridad se propuso obedecer a su singular consejera. Sin embargo, no le agradaba del todo el tono maternal y sermoneante que la Cabeza empezaba a tomar hacia él.

V.
FUE UN BUEN NIÑO OBEDIENTE DURANTE LOS PRIMEROS MESES. Prestaba atención a los consejos de la Cabeza y acataba a su asesora en el mínimo detalle. La Cabeza le indicaba cómo vestir, cómo hablar, como comportarse. Era un pequeño Maquiavelo que lo conducía por intrincados pasillos palaciegos, explicándole en un idioma mundano las más complejas intrigas.
Con el aumento de su fortuna, comenzó también el crecimiento de la Cabeza. Si al principio era sólo una mancha oscura en su cuello, poco a poco se fue transformando en una protuberancia peluda, en la que ya se advertían unos ojillos en formación, una boca primitiva y algo que podría ser una nariz. El asunto comenzaba a molestarlo. ¿Seguiría creciendo acaso? Si esto era así, el mismo crecimiento de la Cabeza acabaría por oponerse a sus deseos, pues le parecía muy difícil que alguna mujer, fuera ella o cualquier otra, se interesara por un hombre bicéfalo. Pero por otra parte, ¿cómo deshacerse de la Cabeza, con la que no sólo compartía su cuerpo, sino su pensamiento? Muy en el fondo, acabó por aceptar que el futuro de su flamante adquisición lo intrigaba y le producía desasosiego.
La solución más expedita fue usar camisas de cuello alto, que disimulaban bastante bien la existencia de la Cabeza. Por otra parte, aquella no pareció molesta con este recurso.
No es extraño que en este momento de duda volviera a soñar con ella. Los sueños se habían convertido para él en un pequeño oasis en medio del agitado mar de pensamientos ajenos. Al dormir volvía a ser el hombre tranquilo que alguna vez fue. Sentía con agrado caer la noche y cerraba los ojos con gratitud, cuando se callaba la vocecita de la Cabeza.
Entonces volvió a ocurrir. En su sueño trataba de llegar a la casa de ella, andando y desandando las calles por donde un día caminaron juntos. De repente sintió que su sola presencia, el simple hecho de compartir la calle y platicar simplezas le hubiera bastado. ¿Qué sentido tenía lo dicho por la Cabeza acerca de periplos, rodeos y artificios, si estaba solo, en una calle desierta, sin su compañía? No necesitaba sus complejas tramas ni sus recovecos. No necesitaba seducirla ni rendirla a sus pies. Un par de palabras, escuchar su risa gatuna, tocar su mano de cocodrilo, habrían bastado en ese momento.
Despertó en la madrugada y corrió al escritorio, con ánimo de escribirle una carta y explicarle lo que estaba pasando. Aprovecharía que la Cabeza seguía durmiendo para decir simple y llanamente lo que sentía, sin ambages.
Pero no hizo una carta. Escribió un poema con ansias de imaginismo. Pensó que a fin de cuentas podía servir igual.

Sólo en sueños puedo decirte que te amo
Sólo en sueños
Las palabras obedecen
Y llegan precisas
Para deshojar tu abigarrado corazón de cocodrilo

Y sólo entonces
rompes a zarpazos mi piel-coraza
Y me inundas de sonrisas

Cuando te miro
ríes
(Dices que te hacen cosquillas mis miradas)
Y ahí, en el sueño
Tu sonrisa de gato se desdobla en el eco

Pero tus pasos
Sacuden los murmullos de la calle
Despiertan voces que dormían en la acera
Y se alejan de nosotros
Con un aleteo de palomas mensajeras

Todas dicen "te amo"

Todas sueñan con tus ojos temerosos

Sólo en mis sueños puedo decirte que te amo
Sólo en ellos
Tú me amas también

¿Era un buen poema o era sólo una sarta de incoherencias surgidas de una cabeza que no se acostumbraba a pensar por sí sola? No tenía importancia. Era lo que él sentía en ese momento, lo que hubiera querido decirle, con la diminuta esperanza de conmoverla.
En ese momento, la Cabeza despertó. En un instante se hizo cargo de la situación y lo obligó a volver al orden, es decir, a la sumisa obediencia que le había impuesto. En contra de su voluntad estrujó el pretendido poema y lo arrojó tan lejos como le fue posible. No te puedes ofuscar. La ves como si fuera el objetivo final de todo. Ella es sólo una meta, pero probablemente, si perfeccionas tus métodos, encontrarás mujeres más atractivas, más interesantes. La verás como un mero accidente. Expande tu mente, eleva tus metas y tu límite será el cielo...
Poco a poco, empezaba a cansarse de la demagogia motivacional de la Cabeza. La única razón por la que había invocado su presencia era ella. Y ahora su providencial ayudante le decía que no, que había otras metas, que tenía que ir más allá... ¿De qué? ¿Para satisfacer a quién? La súbita sospecha de que era un mero instrumento de las ambiciones de la Cabeza lo dejó atónito y le predispuso en contra de su forzada compañera.
Evitó pensar en ello. No podría intentar nada en contra de la Cabeza, que paulatinamente lo dominaba y que de supuesto auxiliar, ahora pasaba a ser su dueño. Tenía que esperar un hecho fortuito para tratar de escapar de su manipulación odiosa.
La oportunidad se presentó un par de días después. Sin proponérselo, coincidió con ella en un parque desolado. Le pidió que se sentara en una banca metálica, a la sombra de un despoblado fresno, que era casi una rama.
Nuevamente, trató de armar un discursillo que, si no por su forma, por lo menos por su contenido fuera una declaración amorosa. Podía sentir en el fondo de su pecho el impulsivo latido de su corazón, pero en sus sienes golpeteaba con fuerza la sangre que fluía de la Cabeza.
-Hay algo que yo quería decirte, o más bien, que yo quiero decirte, pero... escribí un poema, bueno, tal vez no sea un poema, pero escribí algo que yo quiero decirte, aunque luego rompí el poema porque creí que/
¿Qué rayos estás haciendo? ¡Lo estás echando todo a perder! No estás preparado aún, tienes que dejar que acabe tu instrucción, tienes que imbuirte de tu nueva condición, asimilar nuevas actitudes que...
No la dejó continuar. Ahora no. Tenía que decirlo todo, de una buena vez. Ser él, con toda su torpeza, su temor, dejar fluir sus sentimientos, antes que las ideas impuestas por la Cabeza.
De repente, se vio a sí mismo diciendo incoherencias, luchando contra un revoltijo de palabras y sensaciones que no se ponían de acuerdo para salir por su boca. Sus dos cerebros parecían hacer corto circuito y ni lo que decía ni lo que hacía tenían la mínima coordinación motora.
Ella pasó de la mera curiosidad morbosa al horror, no sólo por las grotescas actitudes que adoptaba, sino porque descubrió, en el cuello de él, aquel extraño apéndice que parecía mirarla con odio. Si bien no tuvo jamás ni un atisbo de lo que pasaba, comprendió que algo monstruoso estaba ocurriendo.
Él se levantó bruscamente de la banca y la miró con pena. Lo único que nunca hubiera deseado era hacerle pasar ese mal rato. "Todo lo hice por ella y todo terminará por ella", pensó. Le tomó de la mano y a manera de despedida le dijo:
- Lo único que quiero que sepas es que te amo.
Corrió por el parque tratando de ubicarse. Por alguna de aquellas callejuelas debía estar su casa. La ciudad se había convertido en un laberinto y él era sólo una rata de laboratorio buscando la salida. Y sin saber cómo, ahí estaba: el portón que era la entrada hacia su departamento. Subió vacilante la escalera, como un borracho. Nuevamente se miró en el espejo, a sabiendas de que no podría reírse de sí mismo.
Poseído de una fuerza superior a la de la Cabeza, tomó las tijeras. Estás confundido, estás arruinando todo. Si te tranquilizas y descansas, mañana verás las cosas con frialdad y comprenderás que lo que te ofrezco es un mundo, en contra de la insignificante recompensa que tú buscabas...
Las palabras de la Cabeza, sin embargo, tuvieron un efecto contrario al que deseaba. Sin pensarlo dos veces, separó de un certero tijeretazo a su abominable acompañante. No pudo ver si la Cabeza hizo algún gesto, porque un chorro de sangre brotó incontenible de su yugular.
Un espeso hilo de sangre cruzó la puerta del baño, se derramó por la escalera y formó un charco parduzco en el umbral del portón.

Para Iraís, por su invaluable amistad