Lo que queda de mí


CUANDO DESAPARECIÓ MI MANO TRATÉ DE NO DARLE IMPORTANCIA AL ASUNTO. Así había desaparecido mi cabello, sin que a nadie más que a mí le interesara. Al comienzo traté de ocultarlo jalando los escasos cabellos de mis sienes hacia la coronilla. Esto funcionó en un principio, pero cuando sólo me quedaban algunas delgadas hebras, me pareció ridículo tratar de acomodarme una cabellera que nada me tapaba.
Como mal perdedor, después se me ocurrió raparme. Era una doble posibilidad, pues pudiera ser que por alguna razón milagrosa me volviera a crecer el pelo; pero sobre todo, porque ocultaba (o creía ocultar) esta circunstancia, convirtiendo dicha fatalidad en una elección.
Mis compañeros de trabajo me lo reprocharon en son de broma, diciendo que no era tan grave, que debía tomarlo con resignación y hasta mencionaron que una de las oficinistas tenía algún interés en mí. Les agradecí su atención y traté de sobrellevar mi calvicie con dignidad. Esto incluyó el soportar muchos chistes que hablan de la decalvación y que, de tan sobados, dejan de tener la menor gracia.
En el fondo, esta resignación era falsa. Llené mi botiquín con lociones, champús y menjurjes que me sirvieron más de terapia que de medicina. En la luna del ropero pegué tantos anuncios de tratamientos definitivos para la alopecia, que acabé por cubrir el espejo, lo que dicho sea de paso, fue una especie de remedio para no ver mi cabeza pelona.
No acababa de acostumbrarme a mi nueva situación, cuando se me cayeron los dientes. En parte por desidia, en parte por falta de higiene, las muelas cariadas y emplomadas nunca sanaron y cuando ya no fue posible rescatarlas, tuvieron que ser extraídas. Primero los últimos molares, luego los siguientes y más tarde, por el desvío de las otras piezas, mi boca se fue quedando en los puros alveolos (esos hoyitos donde encajan los dientes) y sin más que lucir que mis relumbrantes encías hinchadas. Sólo me quedaron dos incisivos inferiores y los premolares superiores. Bien hubiera podido comprarme una placa para reponer mis desgraciados dientes, pero mi economía no daba para tanto y en el seguro no quisieron reemplazarlos. Me resigné a no sonreír y a lavar ocasionalmente mis dientes renegridos y dispares como clavijas.

PERO CUANDO DESAPARECIÓ MI MANO, SUPE QUE ALGO GRAVE OCURRÍA. Cierto que era la izquierda y que yo escribía con la diestra, pero su desaparición era algo que no podía explicar. Simplemente un día no estaba.
“Alégrate, hombre: ya no tendrás que cortarte las uñas”, me dijo un amigo. Pero esta broma, más tonta que las que antes me hicieron por la calvicie o la pérdida de los dientes, me advirtió que un proceso más radical, más violento, me hacía presa.
Traté de comentar el asunto con mi padre. Él intentó tranquilizarme: “cuando uno se hace viejo, ese tipo de cosas comienzan a ocurrir. Yo, en otra época, hacía muchas cosas que hoy añoro rencorosamente. Cosas simples, como correr, emborracharme, bailar toda una noche, hoy me están vedadas. A duras penas puedo empujar mi silla de ruedas por el parque sin sofocarme. Pero el recuerdo de un pasado hermoso lubrica el duro roce con mi realidad”.
Quise hacerle caso. Quise creer que en efecto, podía vivir en un mundo de recuerdos y hacer de cuenta que tenía una enorme mata de cabello, unos dientes blancos y finamente alineados. O bien, consolarme con el hecho de haberlos poseído y aceptar con madurez mi nueva condición. Pero la resignación no acababa de llegar y en cambio, veía desaparecer poco a poco mi cuerpo, a sabiendas de que nada podía hacer para evitarlo.
Cuando ya había perdido por completo el brazo, empezaron los verdaderos problemas. Amarrarme las agujetas, hacerme el nudo de la corbata, conducir el auto, se volvieron verdaderas proezas para mí. Caí en una profunda depresión que me hacía pasar los sábados y domingos tirado en cama, a veces tomando solo, a veces viendo la televisión. Tenía miedo de bañarme y descubrir la ausencia de una nueva parte de mi cuerpo.
Lo único que me consoló en esos días fue que, en efecto, una de las oficinistas de la empresa estaba interesada por mí. Quiero ser justo sin ser cruel: no era una mujer especialmente bella. La edad había causado estragos irreparables en su rostro respetando, empero, una sonrisa luminosa, que contrastaba con una mirada de gran cansancio. No entiendo cómo ni por qué, pero un buen día se me acercó y me dijo:
- Ánimo. Todo en la vida es relativo y la edad no es la excepción. Tú eres un hombre aún joven para una mujer como yo. Y a nuestra edad, las cuestiones físicas verdaderamente pasan a segundo término.
La invité a salir para no verme más estúpido. Ya era demasiado que ella tomara la iniciativa para que aparte me comportara como un acomplejado. Salimos un par de veces, aunque yo presentía que no congeniábamos del todo y que sólo un aire de soledad nos unía, aunque débilmente.
A ella parecía agradarle que le dejara la iniciativa. Un sábado me invitó a su casa. Todo estaba preparado: su hijo iba a pasar el fin de semana con unos familiares, la sirvienta regresaba a su pueblo y hasta el perro, un molesto cocker spaniel, parecía haber tomado el día libre.
Primero cocinó un poco de carne de cerdo en salsa de ciruela: reconozco que lo hizo bastante bien. Con tacto infinito, no hizo una sola alusión a las partes faltantes de mi cuerpo y en ningún momento dirigió su vista a la manga de mi saco, prendida al hombro con un seguro.
Más tarde me condujo al pequeño estudio, donde me invitó a ver una película con pretenciones románticas. Tras las primeras escenas se recostó en mi hombro derecho y comenzamos a besarnos. Pasar a su recámara nos tomó apenas diez minutos; fue interesante, porque en vez de avalanzarnos arrebatadamente el uno contra el otro, nos desnudamos lentamente, en completa oscuridad, a tientas.
“Antes de que hagamos el amor -me dijo- tienes que saber algo: no es común que yo traiga a alguien aquí. Mi exmarido, el padre de mi hijo, es muy celoso y aunque ya no estamos casados, se siente con derechos para venir acá y fiscalizar mi vida. Pero te he traído para que veas que verdaderamente te quiero y que nada me importa, sólo que estemos juntos. No me importa tu calvicie ni tu brazo ni nada. Te quiero tal y como eres.”
Esta especie de discurso, que pretendía justificarla, lejos de tranquilizarme me regresó a la realidad, al recordar mi precaria situación física. Entonces, en vez de concentrarme en ella, me puse nervioso y no logré alcanzar la erección. Tallaba desesperadamente mi entrepierna contra la de ella sin ningún resultado.
“¿Qué pasa? ¿no puedes?”. Era todo lo que necesitaba escuchar para acabar de desmoronarme. Le pedí que me esperara, que me tuviera paciencia, que nunca me había ocurrido. Todo en vano.
- No sé que me pasa -le dije. Debe ser todo esto que me está ocurriendo. Esta paulatina desaparición de mi cuerpo. ¿Es normal? ¿Así se envejece? ¿Así se empieza a morir?
No pude reprimir mi llanto.
- No me importa en lo más mínimo si puedes o no penetrarme -dijo con aire maternal. Para mí no eres un pene. Eres un ser humano y es más importante que compartamos tu problema al hecho de que tengamos o no relaciones. ¿Acaso soy sólo una vagina para ti?
Encendió la lámpara. Para mí fue doblemente vergonzoso, primero porque no pude hacerle el amor pero, sobre todo, porque hacía mucho tiempo, años tal vez, que nadie me veía llorar.
Hablamos largo rato. De mis frustraciones, de sus problemas con su exmarido, de mi infancia tormentosa, de su violenta pubertad. Me confió que en su adolscencia había sido violada con el dedo por un pandillero. Aunque el sujeto no logró penetrarla vaginalmente, le provocó un trauma que no lograba superar.
Después volvimos a intentarlo, sin resultados. Aprovechando la débil luz de la lámpara, me puse de pie y busqué mis calzoncillos. Entonces advertí el hecho, simple, abominable, odioso: mi pene había desaparecido limpiamente, sin dejar huella.
- Te agradezco mucho tu comprensión -alcancé a decir. Pero hay cosas que ya no pueden remediarse. Nosotros nunca seremos una pareja y eso es algo que supe desde que te conocí. Desde la primera vez, cuando te acercaste a mí, empecé a sentir algo así como una gran nostalgia de ti, porque sabía que más temprano que tarde nos teníamos que separar, que nunca podríamos concretar nuestra unión. Y hoy, aunque tal vez no lo entiendas, empiezo a sentir nostalgia de mí.
Me vestí apresuradamente, tan rápido como me lo permitía mi condición de mutilado. Ahora era ella la que lloraba en la cama. Me llamaba cobarde, me pedía que juntos afrontáramos este problema, que lo hiciéramos nuestro. “Lo único que podemos compartir son nuestras frustraciones –dije antes de retirarme. Creo que no vale la pena”.

DE ENTONCES A LA FECHA HAN PASADO SIETE MESES. He perdido la otra mano y la mitad de la pierna derecha, hasta la rodilla. He eliminado del botiquín las pócimas y los remedios infalibles, que invariablemente fallaron. Vivo solo, resignado a mi suerte, sin más compañía que el recuerdo de mí mismo, de lo que fui. Me visitan de vez en cuando mis familiares, en especial mi padre. Lo veo en su silla de ruedas, él mismo sólo un trozo de aquel hombre fuerte que antaño me llevara en hombros. Tenía razón: me consuela el hecho de haber sido y me divierte el poder reconstruirme en mis recuerdos, con una gran cabellera negra, grasienta, unos dientes blancos y alineados, unas manos vigorosas. Eso alivia en parte mi dolor y me permite vivir con lo que queda de mí.

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