Los traidores


NI LOS PLACERES DE LA SANGRE NI LOS CADÁVERES RESECOS que se amontonan en el clóset ni los refinamientos sexuales de mi actual compañera, han logrado que disminuya mi nostalgia por el sol y por mi rostro, ninguno de los cuales puedo ver. Lo acepto de buen grado como un castigo por mi traición y sabiendo que es un hecho irreversible, expío resignado mi sentencia, en espera de la redención de mis culpas.
El conde y su esposa ya no eran los anacrónicos propietarios de un castillo. Tenían un hermoso departamento en la mejor zona de la ciudad y una bien ganada reputación de anfitriones: sus fiestas se extendían hasta la madrugada, entre el baile, las copas y las bromas ocurrentes de la delicada condesa. En una de esas veladas los conocí: desde el primer momento quedé fascinado por las maneras deliciosas de la condesa y por su piel casi transparente. Urdí rápidamente un plan y comencé por ganarme la amistad del conde.
Ya en confianza, me contó de sus innumerables achaques y de los estragos que le provocaba la nueva iluminación, con arbotantes que imitan la luz diurna. Me mostró una serie de quemaduras que había recibido bajo tales artefactos. El otrora temible vampiro, era sólo un infeliz hemofílico que se refugiaba del sol en su recámara. También me pidió que solicitara varios litros de su exótica sangre durante la campaña de donación de la Cruz Roja nacional. Ante tal ingenuidad, consideré un hecho que la apetitosa condesa sería mía en poco tiempo.
Cada uno de sus ataúdes tuvo un papel específico dentro de mi trama: en uno estaqué al conde, en el otro violé a la lánguida condesa. El asombro y lo estrecho del recinto la obligaron a recibirme.
A la sorpresa siguió la aceptación: la novedad de un cuerpo tibio, en contraste con la helada presencia del conde, acabó por aficionarla a mi compañía en las noches de desvelo y en los días de pasión. Ella, por su parte, era la compañera ideal de parrandas nocturnas. En los cabarets y salones de baile lucía como un trofeo a mi pálida acompañante.
Lo único cierto es que ella comenzaba a hacerse imprescindible para mí. Me había enseñado las minucias aprendidas en siglos y podía provocarme con sus colmillos, siempre en los lugares más inesperados, sensaciones apenas comparables al orgasmo. A su vez, me pedía que practicara con ella una curiosa forma de cunninlingus que incluía una apasionada mordida.
Un día me despertó el ardor de la luz del sol en mi piel. Creí haberme quemado la cara y corrí hacia el espejo; entonces vi mi ropa vacía flotando ante mí, como colgada de un gancho. Pensé: “es mi castigo. Es tanta mi vergüenza por haber engañado al conde, que no puedo verme a la cara”.
De esta manera súbita abandoné mi condición de mortal y me sumé a la selecta familia de los vampiros. Con absoluta falta de previsión, no guardé ninguna fotografía mía y diariamente olvido parte de mi aspecto.
Hay cosas que detesto de mi nueva condición. Mi gusto por la comida condimentada ha desaparecido y ahora huyo ante el olor de los ajos: la dieta específica de sangre humana ha destruido mi paladar de exigente gourmet. Pero lo que más extraño es el sol. Una vida eterna es por sí misma insoportable, pero sin luz solar, es una pesadilla. Todos los objetos se me presentan en tonos de gris y las sombras, en un violento blanco y negro, en vez del suave claroscuro. La leyenda no atribuye al vampiro el radar de los murciélagos, así que vago desorientado por barriadas inmundas, en busca de comida.
Para divertirme, practico una actividad que no pertenece al canon cinematográfico del vampiro, que todos saben de memoria: ahora invierto las infinitas horas de que dispongo en absurdas disecciones que practico a los cadáveres de mis víctimas, invento máquinas de tortura que jamás construiré y trato de satisfacer el desmedido apetito sexual de la condesa.
La gélida pasión de la condesa, que al principio me atrajo y ocasionó mi caída al mundo de los vampiros, es para mí una forma más de martirio. Insaciable, discurre extravagantes posiciones que si en una cama serían difíciles, en un ataúd resultan un reto para el mejor de los contorsionistas.
Cuando los remordimientos me atosigan, me detengo a observar el cadáver acartonado del conde, que es una pieza de ornato en la casa de nosotros, los traidores; aún más, es la prueba de la traición, del momento en que rechacé su amistad a cambio del dudoso honor de aniquilarlo. Su rostro momificado parece sonreír, como si supiera que en el pecado llevé la penitencia. En vez de sentir lástima por él, lo admiro: fingió simpleza para que ocupara su lugar, que nadie envidiaría. De esa forma, evadió la prisión perpetua a que lo había condenado la ninfómana condesa.
A últimas fechas, casi todas las reuniones organizadas por la condesa me aburren. Acaso la más reciente velada se distinga del resto, por la presencia de un jovenzuelo impertinente, que trató de retener la atención de la anfitriona. ¡Qué obvio, qué brutales sus arrestos de conquistador! Lo vi con más pena que coraje, por su triste exhibición de falsa sagacidad. Pienso que tal vez yo era tan estúpido, tan evidente, como hoy se comporta él.
He permitido que se acerque a mí y he dejado que crea que me engaña con sus torpes escaramuzas. Podría desgarrarlo de un zarpazo, trozarle la yugular con un pequeño mordisco. Pero no lo hago. Lo tolero como un gato consiente a un ratón, lo cultivo como a un animal de un hato de ganado, mientras espero el momento en que, creyendo traicionarme, me libere de mi eterno martirio, de mi remordimiento inacabable.

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